POR CARRETERAS SECUNDARIAS
El exiliado de «El País»
Hacia Lumbrales. Algo tristes por no haber sido capaces de dar con la antigua estación de La Fregeneda
ALFONSO ARMADA
Hacia Lumbrales. Algo tristes por no haber sido capaces de dar con la antigua estación de La Fregeneda , pero sin tiempo para volver sobre nuestros pasos, porque nos queda todavía un largo camino hasta Alcuéscar, en Cáceres (el primer gran estirón del viaje, ... después de haber estado haciendo novillos y meandros por Castilla y León), ponemos rumbo al sur. Entre dehesas de toros bravos y bajo un cielo de tormenta, una casa de peones camineros y de nuevo la voz de John Hiatt , que ya fue nuestro compañero de viaje a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, empezamos a extraviarnos. Falta de atención, cansancio del copiloto, incapacidad para leer la realidad en los mapas… El caso es que después de habernos alejado de la frontera con el querido Portugal por la CL-517, en Lumbrales optamos por la SA-325 con la idea de comer en San Felices de los Gallegos. Los toros astifinos nos miran pasar sin hacer el menor comentario. Es en Bogaje donde nos damos cuenta de que no estamos en la vereda buena, aunque sin duda es linda: encinas centenarias de copa que sabe dar sombra, alcornoques retorcidos que adornan a su modo el bodegón del mundo. Paramos en Fuenteliante , y no solo por el nombre: un paisano con los brazos cargados con paquetes que celebran el domingo familiar nos vuelve a imantar la brújula. Por Bañobares volveremos a donde queríamos. Porque empieza a ser tarde en un cuentakilómetros interior, porque Bañobares merecería parada y fonda: por la iglesia de piedra con balconada, una casa porticada, adelfas gloriosas y porque no sabíamos ni que existiera.
Desde la distancia, San Felices ofrece una estampa rara. El viajero poco avisado podría caer en la tentación de confundir su castillo con el de la Mota . Buscando donde comer acabamos aprendiéndonos el callejero, desde la plaza de España a la de los Caños. La piedra labrada da cuenta de la antigüedad de una villa que perteneció a la provincia romana de Lusitania . Sus nativos formaron parte de las huestes de Viriato. Dice la tradición que fue fundada en el año 690 por don Félix , obispo de Oporto, y repoblada por gallegos, de ahí su nombre, fruto del santo del prelado y de sus empadronados. A pesar del hambre que traemos, los dos bares que se abren a los Caños no resultan nada apetecibles y finalmente optamos por el restaurante del hotel rural, que es el primero que nos salió al encuentro al entrar en San Felices: Mesa del Conde . No nos arrepentimos. Al contrario.
Con ese viático reemprendemos camino, que nos queda mucha ruta y hay que mandar la crónica antes de que la noche se nos eche encima y en Madrid nos corten las manos y la lengua. La S-324 evita que dudemos. Hacia Ciudad Rodrigo vamos como una flecha, bajo un cielo blanco turbio cuajado de amenazas que no se concretan, salvo la del calor creciente. La calima parece humo. Una centinela de cipreses tan airosos como lacónicos se asoma a la tapia del cementerio de Castillejo de Martín Viejo . Volvemos a escuchar con fervor a Hiatt por estas tierras del Oeste peninsular, mientras admiramos el estoicismo del ganado que no se queja de los más de cuarenta grados (¿cuántos más al sol?) sin una miserable sombra bajo la que cobijarse y donde algunos comederos de vacas parecen antiguas canastas de una noria descartada del Prater de Viena (siempre asociada a El factor humano), de la Expo sevillana o los agonizantes Juegos Olímpicos de Londres . Los atletas, y nosotros, con nuestra insaciable codicia de metales (¡qué manía patriótica de ganar nos ha entrado! ¿No hay otra forma de ser?), ya pueden descansar. Una recta que se pierde en el horizonte ondulante me trae recuerdos de Texas, aquí con campos segados, encinas y postes de alta tensión y de madera a cada lado, como para que no corramos el menor riesgo de perdernos. En llegando a Ciudad Rodrigo nos dejamos engañar con el juego de perspectivas proustianas de la torre de la catedral y las gemelas de dos silos. Llamamos a nuestro querido Gonzalo Sánchez-Terán sabiendo que nos hemos adelantado, porque no vendrá a su pueblo hasta dentro de unos días. Acaba de aterrizar en Madrid. Al decirle que hemos comido en San Felices de los Gallegos no puede menos que, como buen salmantino de obra o adopción recordarnos un dicho provincial: “Para putas y perdices, San Felices, San Felices” .
Por la CL-526 vamos en pos de Cáceres. Nos alegramos al cruzar el Águeda, un río que vamos a atesorar, y más después de haberlo visto desembocar en el Duero, y nos sorprendemos de ver un desvío a Águeda del Caudillo , donde no entramos por no remover la memoria histórica. Robleda nos hace pensar en robles, en Robledilla nos salen a saludar los pinos, y finalmente aflora un auténtico bosque de robles y helechos, lleno de sombras amables, de retales de luz que han conseguido abrirse paso a través de los pliegues y claraboyas de la espesura, y que nos hace pensar que gracias a un bucle melancólico de los que le gustaban a Isaac Assimov hemos vuelto a Galicia, de donde partimos hace quince días. ¿Lo habrán plantado cuadrillas de gallegos nostálgicos de Fendetestas y El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez? Villasrubias parece un trabalenguas. Estamos en Sierra de Gata . Por ella y por el suave Puerto Perales pasamos, a 1.200 metros de altitud, de Salamanca a Cáceres y ante los inmensos, insospechados bosques, nos admiramos de que el norte extremeño sea tan verde. La ignorancia canta. Tenemos que viajar más. Tenemos que trazar nuevas carreteras secundarias. Al atravesar la primera de tres cañadas nos acordamos de Babia , en el ya tan lejano León, adonde subían en verano y de donde bajaban en el duro invierno los rebaños trashumantes, y al entrever el desvío hacia Valverde del Fresno nos acordamos de A fala, el insólito gallego que se ha preservado desde hace nueve siglos en San Martín de Trevejo, Eljas y Valverde , a un tiro de piedra de la frontera lusa. También por la repoblación de estas tierras reconquistadas a la morería.
En Moraleja bajamos las ventanillas y comprobábamos lo que temíamos: el aire es fuego. A la vera de la EX-108, un caballo blanco es otro ejemplo de estoicismo al sol. Odiamos las ferias medievales (en San Felices amenazaban con una semejante a la de La Robla) casi tanto como los centros de interpretación. No dejamos de recordar a Rafael Sánchez Ferlosio cuando orillamos Coria , pues vinimos a llamar a su puerta hace más de diez años (nos enseñó las golondrinas, que él y Demetria consienten que aniden en el interior de la casa), y de disfrutar de su soflama contra la idea descabellada de convertir la Fiesta Nacional en Patrimonio de la Humanidad . Antes de proclamar su “ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez” no tanto “por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”, para el autor de Industrias y andanzas de Alfanhuí “la corrida de toros revela la inclinación gestual del alma de los españoles, tantas veces gesteros en el café, gesticulantes en la plaza”. En el artículo, Ferlosio ya se ha despachado a gusto contra el uso y abuso de la palabra cultura, a la que “se le cuelga impropiamente una connotación valorativa de cosa honesta y respetable”. Para el escritor “la cultura es desde siempre, congénitamente, un instrumento de control social, o políticosocial cuando hace falta; por esta congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más gregario, lo más homogeneizador. Hoy está muy cabalmente representado por ese inmenso CERO que es el fútbol”. Nada que añadir, salvo seguir p’lante. A Ferlosio le traté primero en El País , luego en ABC , y ha vuelto al mismo periódico que hace quince años dejé. Sin nostalgia, como Bosco Esteruelas , a cuya casa en Alcuéscar , nos dirigimos.
Tras dejar Coria, y a punto de volver a extraviarnos por culpa de una esquiva EX-109, atravesamos el río Alagón , que nos vuelve a traer recuerdos de la etapa anterior, la que dedicamos a explorar los paisajes reales e imaginados de Andrés Gilibert y su ficticia, pero no por ella menos deseada, Compañía de Ferrocarril y Minas de Río Alagón. Estamos de nuevo en la Vía de la Plata . La tercera cañada es la más celebrada, Cañada Real de Merinas, la que nos prometimos en Torre de Babia, y el río Tajo, por el que nos gustaría volver a Lisboa, y que fuera la capital de una Península Ibérica renacida bajo otros parámetros, otras urgencias, otras necesidades, otra forma de ser. Pero hacemos trampas. La prisa, siempre mala consejera (no siempre están equivocados los refranes), nos mete en la autovía que baja como alma que lleva al diablo hacia Cáceres. A-66. Nos hemos vuelto a olvidar de que la velocidad es un error. El tráfico es infernal. Todos corren como si llevaran anteojeras, por un túnel que aisla del paisaje, del tiempo, de la vida. Por eso a la primera oportunidad nos salimos donde se lee N-630 e Hinojal. Porque en cuanto hay autovía, la ley se cumple: la nacional se queda desierta. Bajamos hacia el embalse de Alcántara II y comprobamos, apesadumbrados, que el nivel del agua ha bajado de forma inquietante justo después de atravesar el dintel de un viaducto en pruebas y una señal para nosotros inédita: peligro carga suspendida. Están probando la resistencia de los materiales, por si por aquí, algún día, pasa el AVE hacia el futuro y Portugal. Lo que sí pasa por un túnel bajo nuestro asfalto que huye es un tren de mercancías lentísimo, que también habla de otra época.
Otro río que salvar, el Almonte, y otra nacional, la N-527, antes de retornar en un giro por tierras de poca sombra a la N-630 y a un lugar que no me da tiempo a anotar, pero del que registro un llamado arroyo de la Hurona y un club de alterne llamado Texas, entre bares cerrados a cal y canto y una gasolinera que se quedó tan seca como el regato. Y casi tanto como la vaca que nos ve pasar con toda su indolencia, hasta el punto de que parece petrificada. El aviso parece premonitorio: MAÑANA. Eso se lee, en versales azul celeste, en la popa de un volquete que da miedo. Antes de entrar en Cáceres, o más bien de circunvalarlo para seguir hacia Alcuéscar, y por mor de no llegar con las manos vacías a la casa de nuestro hospedero, entramos en por mal nombre llamado Hiper Cash Cáceres. El calor es un látigo, pero el interior desanima. Parece un hangar para cíclopes desnutridos. Como las naves en las que Ikea hace acopio de todo lo que los republicanos necesitan para amueblar sus hogares. No me excluyo. Todo es tan grande que aturde. Hasta no pocos de los clientes parecen presa de obesidad mórbida y compran como si fueran los cabos furrieles de cuarteles camuflados a las afueras, alguaciles de cárceles, gerentes de economatos, administradores de bares con una clientela de cuatreros siempre sedientos.
Huimos como liliputienses en cuanto hacemos acopio de lo poco que logramos encontrar para nuestras perentorias necesidades. Quizá por eso no sentimos el acicate de la mala conciencia cuando para huir de la atracción de Cáceres optamos por regresar a la A-66. Avistamos una tolvanera entre Aldea del Cano y Casas de Don Antonio . Es tierra caliente. Volvemos a sentir el horror vacui en la autovía, que te abduce y te anula, aunque te hacer creer que te lleva a donde quieres ir. Tal vez sea cierto. Tal vez no nos quede más remedio si no queremos perder los correos, como se solía decir en la jerga de los periódicos cuando se acercaba la hora del cierre y todavía no habías enviado tu crónica. Voy a tener que escribir a uña de caballo si no quiero que me pille el toro. Por la EX-382, en el cruce de las Herrerías, cogemos la carretera de Alcuéscar, pero tenemos que hacer dos intentos hasta enhebrar el hilo del coche en el cordel de Mérida, tierra roja, camino por el que por fin llegamos a la finca que Bosco compró hace siete años, cuando todavía era editorialista de El País, y donde vive en compañía de sus perros, Guzmán y Gimena.
“Fruto de la casualidad”. Cuenta. “Buscaba una casa de campo, pero no en Extremadura. No se me había perdido nada aquí”. Había hecho pesquisas en Toledo, Andalucía, Galicia… Buscaba una finca con olivos, porque ha descubierto que le dan serenidad: “El color me relaja”. Finalmente fue gracias a la red que dio con esta finca de once hectáreas, con una vivienda que reformó a su gusto y donde se ha exiliado del mundanal ruido y se ha entregado a una pasión que atizaba desde hacia años: la literatura. Pero dejemos que sea él, nacido en Zaragoza en 1951, aunque pasaba los veranos en Santander, quien hable: “Tengo la sensación de que he ido cerrando capítulos. En parte por decisión propia, en parte porque no me ha quedado más remedio. Son las circunstancias las que me llevaron a dejar la profesión. Lo que sí noté era una fijación desde hacía mucho tiempo. Que quería escribir. Tenía la frustración de que no podía escribir con tranquilidad, que es el problema del periodista, sometido al tiempo, al espacio, y a no poder reflexionar. Tras cerrar el capítulo periodístico quería convertirme en escritor. Los tres primeros años han sido muy intensos. Descubrí que no tenía grandes dificultades a la hora de inventar historias. Probablemente no me saldrían grandes obras, pero escribía a un ritmo endiablado”. Han sido cuatro libros: uno publicado (El reencuentro) , otro en puertas (Todo empezó con Obdulio) , otro sobre ETA y el perdón (en el que sigue trabajando) y un cuarto de cuentos (que está revisando). Bosco ha trabajado en el diario El País como editorialista y corresponsal en Bruselas y Tokio; y en la agencia Efe, en las delegaciones de Roma, Washington y Londres. Saltó al otro lado de la barrera para ejercer de portavoz de la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional y Desarrollo, la Comisión Europea y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
“No digo que lo que hago sea rompedor, pero me he quedado gratamente sorprendido de mi capacidad de fantasear. De repente todas las experiencias que he podido disfrutar gracias a mi profesión las estoy volcando en la literatura, como haber vivido en ciudades como París, Tokio o Londres . La literatura ha sido mi tabla de salvación en estos últimos años, que han sido sin duda los más duros de mi vida. Gracias a la literatura he salvado mi vida. No tengo ninguna añoranza del periodismo, aunque tengo tendencia a añorar muchas cosas del pasado. No me avergüenzo de haber sido periodista. Pero es un capítulo cerrado. Me daría mucha pereza tener que volver a someterme a la dictadura de los tiempos, los espacios y de los jefes y sus caprichos”. Recalca Bosco que él no vive en Alcuéscar, sino en el campo, a casi cuatro kilómetros de esta localidad cacereña: “puede que vuelva a vivir en una ciudad, pero nunca viviría en un pueblo”. Admite que a veces es muy duro vivir solo: “Pero me ha hecho más fuerte. Hay muchos momentos en mi vida cotidiana en los que no hablo con nadie ”. ¿Solo con los perros? “Solo con Guzmán y Gimena. Me fascinan. No sé desde cuándo. De pequeño me daban miedo. Ahora me gusta mucho observar su comportamiento, su mirada y su lealtad. Cuando me fui al campo me recomendaron que tuviera perros guardianes. Gimena y Guzmán son guardianes, pero solo relativamente. La relación de cariño que acabas estableciendo con ellos es muy estrecha. Te das cuenta de que pueden llegar a tener un comportamiento muy humano. Les dediqué un cuento en el que el propietario de una finca se da cuenta de que aunque los perros no puede hablar sí entienden todo. Son muy listos. Les enseña a leer. Primero libros sencillos, novelas juveniles de Enid Blyton . Luego cosas mas complicadas, primero Julio Verne , luego Dostoyevski . Ellos muestran sus propios gustos y llegan a tener una biblioteca…”.
De noche, la casa, aislada, se vuelve silenciosa. Rodeada de olivos y de algunos frutales y cepas, es un lugar espléndido para quien quiera encerrarse a escribir en contacto con la naturaleza. Vuelve sobre sus pensamientos: “No me siento frustrado. Estoy muy agradecido a mi profesión y al diario El País, que me ha permitido vivir tres años en Asia y cinco en Bruselas. Me siento orgulloso de haber podido trabajar en el periódico que entonces era el más prestigioso de España. Pero fue como un gran amor del que poco a poco te vas desencantando. En estos momentos no tiene ninguna ideología, se mueve tan solo por intereses puramente empresariales. Eso me entristece. Lo que más me irritó en mi última fase como editorialista fue la gran hipocresía que reinaba dentro. Cuando trabajaba en la agencia Efe mi gran ilusión era trabajar en El País. Cuando entré en el diario y Juan Luis Cebrián era su director me identificaba con el periódico. Sabía quién tomaba las decisiones. Pero cuando Cebrián dejó la dirección, quienes le sucedieron en el cargo se convirtieron en meros directores vicarios, administradores que tenían que consultar todo al fundador. Eso ha ido a más, y en los últimos años todavía ha sido peor. Cebrián debería aceptar que la biología es igual para todos. Hace tiempo que tendría que haber cedido el poder a otros. Cuanto más lo demore más se desprestigiará él mismo y el propio diario”. Hay una rara calma en torno a la casa en la que Bosco Esteruelas ha reconstruido su vida, lejos de Madrid, de París, de Bruselas, de Tokio… de la redacción de un periódico que ha sido durante años emblemático para muchos lectores (como el poeta Jorge Riechman, que tituló uno de sus libros El día que dejé de leer El País) y periodistas.
“ La de periodista no es una profesión fácil ni nunca lo fue . En no pocas ocasiones, el peligro, las acechanzas y las censuras surgen, laten, se cuecen y se desarrollan en el aparentemente apacible espacio de las redacciones y los despachos más confortables. Tal es el caso en este relato en el que un drama laboral de persecución y censura comienza con algo tan inocente como un escrito satírico que es tomado más en serio de lo que podía prever su autor”. Eso se lee en la contraportada de Todo empezó con Obdulio, que en octubre publicará la editorial Garaje. A lo que añade Bosco, un periodista culto, socarrón y buen compañero con el que pasé años inolvidables en la sección de internacional del diario El País: “La novela es parte de la decepción que vi en un diario que hacía bandera del derecho a la intimidad y de la libertad de expresión. Comprobé en mi propia carne cómo la cúpula del periódico exageró y perdió los papeles con un cuento que escribí para mi propio divertimento y sin ningún objetivo de difusión. Alguien lo filtró y llegó a manos del director, que me acusó de atacar a un compañero y de poner en peligro el prestigio de la empresa. Cuando lo escribí no pensé en una persona determinada. Había inventado más de la mitad de las cosas. Se desató una tormenta y una persecución contra mí. Ahí sí que vi la dirección vicaria y la inseguridad de los que gestionan el periódico en este momento. Confieso, además, que me entristeció la reacción de silencio de la mayoría de la Redacción. Muchos se apartaron de mí y me dieron la espalda. El cuento explica la vida de un individuo que tiene carencias afectivas y que intenta rellenarlas adulando a los que mandan. Lo más triste de todo esto es que un periódico al que le gusta denunciar los abusos del poder en cuanto se apagan los focos comete las mismas tropelías que critica”.
Al atardecer, Guzmán y Gimena dan vueltas entre los olivos. El calor se ablanda. Una suave brisa mueve las hojas, agita las aguas de la pequeña piscina que tiene algo de alberca. En los periódicos, a esta misma hora, el cierre hace que se aceleren los pulsos. Queda poco tiempo. El espacio es el que hay. ¿Vas a mandar tu crónica o metemos un anuncio? Ni anuncios quedan. ¿Qué será de los periódicos? En Alcuéscar no parece importar mucho la respuesta. ¿Y en una finca a cuatro kilómetros del pueblo donde un antiguo periodista que escribía editoriales para un periódico influyente se ha reinventado como escritor? Tal vez solo Gimena y Guzmán, sus perros, tan listos como cariñosos, tengan la respuesta. O esté en el viento.
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