por carreteras secundarias
El secreto de San Genadio
De Quintanilla de Losada a Peñalba de Santiago, pasando por Robledo de Losada, Nogar, la ruta es indescriptible
alfonso armada
Dormir cada día en una cama, hacer del camino una constante se acaba convirtiendo en una droga de la que no es fácil sustraerse. Siempre quieres nuevas dosis. Salimos de Quintanilla de Losada hacia Corporales con Peñalba de Santiago, en la comarca leonesa ... del Bierzo, como imán, por otra de esas vías secundarias como la CV-229-7 que hacen honor a su nombre: su estrechez y su soledad son atributos indiscutibles. Robledo de Losada es el primer topónimo que sale a darnos los buenos días , y la sensación desde la carretera es que tiene humildes aspiraciones de pueblo cubista, como si estuviera esperando su Picasso que la convierta en una nueva versión de Horta del Ebro. A la derecha de la marcha una guardia de honor de viejos postes de la luz nos dice hola y adiós con la misma efusiva melancolía que al niño Henry Roth en Llámalo sueño. Hacemos acopio de nubes por si los cielos del sur, hacia donde nos dirigimos haciendo un arco de ballesta por tierras de Galicia, León y Zamora, están huérfanos en su blanco azul de agosto, aunque no son las que describe Richard Ford en su viaje decimonónico por estos montes y valles: “las nubes, con umbrosas alas, siempre se ciernen sobre estas cadenas montañosas, convirtiéndose de este modo en verdaderos alambiques gigantes que atrapan y condensan las brumas procedentes del Atlántico”.
Custodia Nogar una espadaña a modo de torre de vigía, porque el resto del templo es carcasa. Hasta Corporales no echamos pie a tierra para hacer breve coloquio de vecinos sobre las carencias de la Guía Repsol: según la edición que consultamos (la de 2010) no hay constancia de enlace entre este lugar donde las veletas parecen dibujadas por niños golosos de viento y Peñalba de Santiago, nuestro destino. Pero la gente del lugar le da la razón a san Google, que sí trazaba un camino azul sobre este fragmento azaroso del mundo. Se disuelve la conferencia. El más aguerrido, con cuchillo de monte e incongruente tijera de podar en la misma mano, tiene prisa para desollar al corzo que un forastero cazó ayer. Sentado ante una gran cruz, Ángel Calleja nos dice adiós bajo un sol que ya caldea , aunque la altitud le quita fuego.
El macizo es viejo y apacible, anfiteatro de valles y cimas. La espina dorsal de un Tiranosaurio Rex amenaza con despertar de su letargo en la colosal ladera por la que nuestra carretera faldea entre postes de nieve que recuerdan que también existen los inviernos y la atracción del abismo, más constante cuando no hay presupuesto para quitamiedos. Las rocas hablan tanto como las vacas, seres propensos a la misantropía, y más si pasan los veranos triscando por estas soledades, con la sola compañía del viento y de las nubes, que a veces bajan a pasarle la mano por el lomo. El pastor, que sube de Salceda en furgoneta, viene a darles los buenos días y a comprobar que siguen siendo ochenta, que ninguna se ha descarriado. Al superar los puertos de Los Portillitos (1.957 metros) y El Morredero (1.762), por una carretera que serpentea y molinos de viento que sin duda son gigantes que agitan los brazos de las aspas con la lasitud que la brisa gasta en el estío, entramos en otra glaciación: montes Aquilanos y sierra del Teleno. La falta de quitamiedos hace que la pista de asfalto escueto se mimetice con los óxidos, ocres, sienas y todo el espectro de verdes en una gama para que Cézanne se viniera con sus trastos de matar a estos despeñaderos, que desembocan en San Cristóbal, donde tomamos un refrigerio y pedimos conseja a un parroquiano en el bar La Rueda, donde nos consuelan con un café y un sobao pasiego de escala humana.
La pista hacia Peñalba arranca a la entrada del pueblo, por donde entramos, junto a unos depósitos de agua. Mientras embocamos la carretera más secundaria de todas llega un mensaje de Mireia Sentís a cuenta de ellas: “Nunca las cogemos. Siempre la meta, no el recorrido”. El Seat Ibiza con el que vamos enhebrando toda suerte de calzadas no sufre porque el macadam está en general en buen estado, salvo al final, en que algún derrabe de aguas ha dejado el firme en entredicho. Aparece Peñalba de Santiago tras un túnel de castaños y nos da la bienvenida Enrique con un ramo de orégano y dos perrillos: Sol y Perla. Él nos orienta en las primeras empinaduras del lugar, pura piedra, pizarra y madera, balcones y aguas. Es un pueblo de postal que vive del recuerdo, el turismo, algunas huertas “y las jubilaciones”, no en vano cuando el frío arrecia apenas queda una docena de vecinos.
Pocas iglesias tan hermosas como la de Santiago de Peñalba
Como todas las callejuelas desembocan en la iglesia, que es el corazón de Peñalba como Peñalba lo es del Bierzo, hacia ella encaminamos nuestros pasos en cuanto nos despedimos de Enrique. Pocas iglesias más hermosas, en cuanto recato y ornato esencial, pueden hallarse como estos templos mozárabes: si hace años nos asombramos ante la de San Baudelio de Berlanga y hace días aspiramos el frescor milenario de San Miguel de Celanova, en la de Santiago de Peñalba sus proporciones admirables tienen el mejor pórtico en la doble puerta geminada, como celebra David Gustavo López en su guía breve del lugar: “obra indudable de un hombre creador e intuitivo, seguramente un cristiano venido desde la Córdoba califal, en cuyas artes se había formado. No es exagerado decir que nos hallamos ante la obra más perfecta del arte mozárabe, caracterizada por sus dos arcos gemelos de herradura que apean sobre tres columnas y espléndidos cimacios y capiteles corintios, de blanquísimo mármol”. Orientada de naciente hacia poniente, compartimos el entusiasmo místico de David Gustavo López al entrar en esta iglesia prerrománica fundada por San Genadio, que es quien, por encomio de un berciano militante, Jorge Louzao, nos ha traído aquí. Habla el cronista de “paraíso imaginado”, reflejo de “los sentimientos y creencias de aquellos místicos ermitaños, perseverantes en su cristianismo, pero, bien, seguro, influidos por dogmas, usos y simbolismos judaicos e islámicos. En tal contexto, el templo seguramente sería un compendio esotérico de todos los saberes que Dios había transmitido a la Humanidad”.
Fue necesario deshacerse de siete estratos de encalado (como Troya) para que afloraran las pinturas murales, con motivos geométricos a la manera islámica, grecas y filigranas, que habían decorado esta iglesia que es lo único que queda del monasterio que fundara San Genadio, un monje que a finales del siglo IX decidió reanimar en estos valles bercianos la vida eremítica que dos siglos antes había practicado el visigodo San Fructuoso. En el Valle del Silencio levantó Genadio un monasterio en honor de San Andrés y un oratorio dedicado a Santo Tomé , de los que sólo quedan testimonios. La fama de Genadio llegó a oídos de Alfonso III el Magno, que le instó a ceñirse la mitra obispal de Astorga. Aceptó el santo a mudarse de la cueva en que moraba en el macizo calcáreo frente a Peñalba de Santiago a la imponente embajada de Roma, pero once años de desempeño episcopal le hicieron añorar el silencio y los rigores del eremita: regresó a su querido valle y a su gruta. Es en su testamento donde deja constancia del “tercer monasterio” que construyó “en memoria de Santiago, que se llamó Peñalba”. Terminada al parecer por el abad Salomón en el 937 , del monasterio no queda rastro, y al parecer muchas de sus piedra pizarra sirvieron para levantar buena parte de las casas del pueblo. Un visitante le enseña el aire y la piedra a su hijo, ciego, hablando de la distancia entre el techo y el suelo, haciéndole tocar una columna y hablándole quedo. San Genadio, mira.
Emprendemos el camino
Tras acordar con Dionisio Rodríguez Castro, el atinado hospedero y mejor cocinero de Aromas del Oza, el montante de la pernocta y la hora del almuerzo, emprendemos el camino de la cueva de San Genadio por el Valle del Silencio, y a fe que sin necesidad de creer en los milagros este secreto bien guardado merece ser compartido. Es un camino franciscano entre robles, nogales y castaños, que acompaña la música del Oza, un río que sin esfuerzo nos trae memorias de Mónica Fernández-Aceytuno y de su Oza de los Ríos : por la toponimia, pero sobre todo por la naturaleza que no está emponzoñada, por la umbría de la vegetación intacta, por las mariposas con alas pintadas por lápices Alpino, saltamontes que parecen vestir capas de príncipes renacentistas, lagartijas y pájaros que acompañan la subida, que a veces se hace algo exigente.
El secreto es el camino, no la meta, y quienes vayan buscando otra cosa al Valle del Silencio acaso no hallen cosa alguna si no la traen consigo. El suelo es de tierra, de hojas, de lajas, de piedras sueltas, de vértigo y de recreo, arduo a la ida, más manso a la vuelta, que pasa ante el cementerio, escueto: si son pocos los vivos, pocos serán los muertos. Una tapia, una cruz de madera desvencijada y taraceada por los elementos preside una tumba de pura tierra. Un buen sitio para descabezar el sueño eterno.
Regresamos cuando Desiderio se afana en los fogones: solo queda una mesa libre, pero enseguida nos consuela el cuerpo (que el alma la traemos nueva tras dos horas de caminata). La carta es breve, pero enjundiosa, y los postres (como el arroz con leche y castañas o la naranja con nueces y miel) son lo que prometen. Nacido en La Coruña, pero berciano de los pies a la cabeza, en Holanda hizo su vida en hoteles y cocinas. Retornaba sin embargo con frecuencia a sus orígenes, y sus hijas, nacidas en Holanda, acabaron encontrando el amor aquí y al calor de esa lumbre echó raíces nuevas donde las tenía y abrió este hotelito íntimo donde da lo mejor de sí. Entre San Genadio, las cumbres calcáreas, el Valle del Silencio, la iglesia de Santiago, las casas preciosas y los Aromas del Oza, dan ganas de volver a indagar en Peñalba de Santiago hasta averiguar el verdadero secreto de San Genadio.
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