POR CARRETERAS SECUNDARIAS
Lo verdadero solo lo vemos reflejado
Vamos hacia León, la capital de tantas montañas como atesoramos ya, por el mismo valle en el que se desliza el Bernesga. Es como si nos estuvieran esperando: sobre el gran telón preparado del cielo, nubes sobre nubes
alfonso armada
Cuando dejamos de mirar las nubes, estamos perdidos. Durante toda la primera serie de este viaje Por carreteras secundarias intentamos encontrar el momento de dedicar todo el espacio disponible a esas compañeras que le dan verdadera dimensión al cielo, lo humanizan, y alivian de todo ... lo que nos ufanamos aquí. Por eso celebro que hoy hayamos encontrado la manera de dedicarle una jornada entera a las alturas. En su Ensayo de meteorología, J. W. Goethe , gran observador de nubes, escribe: «Lo verdadero, lo idéntico a los dioses, no se puede reconocer jamás directamente, solo lo vemos en su reflejo, en su modelo, en su símbolo, en manifestaciones aisladas y relacionadas con ello; nos percatamos de su existencia como la de una vida que nos resulta incomprensible y no podemos, por tanto, renunciar al deseo de comprenderlo a pesar de todo».
Salimos de Buiza a las 13.20 horas , con el sol alto, nubes de escolta y cierto azul culpable. Por la LE-473 desembocamos en La Pola de Gordón , donde hay que enlazar con la N-630, que va de Oviedo a León, y viceversa. En la nomenclatura de tráfico hay expresiones que serían hallazgos de la poesía surrealista si no fuera por las connotaciones mortuorias, que también: Como tramo de concentración de accidentes. ¿Tiene la Dirección General de Tráfico un departamento de lexicografía? ¿Qué hacen los poetas españoles de ahora? ¿Han encontrado un alpiste amable en los pupitres de una inédita Secretaría de Estado de Sublimaciones Lingüísticas? ¿Qué quieren decir en realidad algunas frases? Tras una hermosa fortaleza vigilando nuestro paso y el de otros que se creen tan inocentes como nosotros en lo alto de Puente de Alba (estupendo título para una novela histórica, con secuela o precuela fílmica, si es que no existen ya), volvemos a La Robla , no a preguntar por Ignacio o Josefina Aldecoa, sino para comprar la prensa (hay hábitos que se pierden y que pronto serán indicios inequívocos de que uno pertenece a una época que se extinguió). Nos cruzamos con caballeros medievales con canillas frágiles para el sol de agosto, damiselas gordas sentadas con sus tules en sillas de plástico patrocinadas por Coca-Cola y moros y cristianos con cara de pocos amigos, aunque dispuestos a hacer una verdadera Alianza de Civilizaciones con la diplomacia de la cerveza. Todo resulta un tanto patético, pero el pueblo se divierte y los hosteleros palían el tramo de concentración de pérdidas.
De repente, una llanura se despliega ante nosotros. Vamos hacia León, la capital de tantas montañas como atesoramos ya, por el mismo valle en el que se desliza el Bernesga, río en el que, entre otros, se fijaron Richard Ford (que a menudo insta a procurarse un buen guía «y encomendarse a la Providencia», como si nadie fuera del todo de fiar en aquella España del XIX, no como ahora) y Melchor Gaspar de Jovellanos (que se fue sin verla mejorada) .
Es como si nos estuvieran esperando: sobre el gran telón preparado del cielo, nubes sobre nubes. Es como si Goethe (quien el año pasado viajó en nuestra maleta en vano) hubiera estado espiando este momento para ayudarnos a repasar una lección no del todo aprendida: «Debido a su naturaleza, los cúmulos pueden verse principalmente flotando en una región intermedia: un montón de ellos pasan uno tras otro en largas filas, por arriba recortados, en el centro rechonchos, abajo rectos, como si se apoyaran sobre una capa de aire. Si el cúmulo sube, lo absorbe el aire de arriba, que a su vez lo disuelve y lo transporta a la región de los cirros; si baja, se vuelve más pesado, más gris, menos receptivo a la luz, descansa sobre una base de nubes horizontal y alargada, y abajo se transforma en estrato. Vimos cómo esas formas pasaban en toda su variedad por el semicírculo del cielo de poniente , hasta que la capa inferior de nubes, más pesada, atraída por la tierra, se vio obligada a descender en franjas de lluvia» (El juego de las nubes. Nórdica. Traducción: Isabel Hernández). Cúmulos sobre estratos que se acabaran deshaciendo en cirros a medida que el día avance y nosotros nos disolvamos en la propia condición del viaje, de aquí su eficaz metáfora respecto al sentido de la vida.
No entramos en León. La circunvalamos mientras en la radio vuelven a hablar en esa jerga que solo entienden los que no saben qué hacer: «banco malo para activos tóxicos». Asoman las torres de la catedral sobre una muralla de modernos edificios feos que solo echarían de menos sus dueños si desaparecieran. Es en Trobado del Cercedo donde volvemos a encontrar la carretera, la Ruta de la Plata, tras los dimes y diretes de la circunvalación, sus afluentes y sus raras tentaciones, como el Motel Cancún, equidistante de la autovía y de la nacional: el fiel de una justicia poética que nadie acaba de ver.
Con más curiosidad que convicción hacemos caso de las consejas de Buiza y entramos a comer en Valdevimbre un domingo a las tres de la tarde en el que hambre hace masa crítica con la canícula. Sin pensar en Ernesto Sabato, El Túnel era nuestra apuesta , quizá la cueva para los hobbits más acaudalados: en la mesa de al lado, una chica le regala a su madre «un anillo exclusivo», como recalca la chiquilla mientras su novio y su futuro suegro se encargan de la carta y de hacer como si los hombres tuvieran siempre cosas importantes de las que hablar. La temperatura es tan fresca y tan laberíntica la cueva (antiguas bodegas reconvertidas en restoranes, aunque no las trescientas que agujerearon las lomas del lugar), que las chuletas de cordero saben a lo que tienen que saber, entre velas de llama titilante y tulipas de luz eléctrica que mantienen las sombras a raya. Antes de volver a la carretera, nos aseguramos una dosis de cafeína en el bar San Lorenzo . Seis mesas: en cuatro juegan al tute, en la quinta un solitario hace lo propio y en la última otro jubilado se aprende el periódico de memoria. Nadie presta atención a la pantalla, donde las representantes españolas en los Juegos Olímpicos de Londres demuestran cómo para bailar en una piscina hacen falta también dos.
Tras otra finta poética de la Dirección General de Tráfico –señalización horizontal orientativa-, avanzamos por una amplia carretera castellana entre cepas de uva prieto picuda, viento que se hace notar, viejos postes de la luz y nubes dispuestas a dejarse ensartar por la perspectiva. Por afueras como las de Valdevimbre vale al pena quedarse una temporada a leer a Plinio el Viejo o al Plinio de mi profesor de literatura en la Escuela de Arte Dramático, Francisco García Pavón . Viña picuda, nubes redondas, mojones que dan cuenta de rutas poco frecuentadas. Por la CV-194-14 avistamos a lo lejos una mole de ladrillo que más parece uno de los engendros que los enemigos de don Quijote urdieron para confundirle que otra cosa. Y lo es en Villibañe, la nueva torre de ladrillo que los dioses confundan deja pequeña a la torre de ladrillo de la iglesia. En el bar, una hilera de paisanos apura el domingo viendo pasar los coches. Lo mismo que en San Esteban de Villacalbiel. Aquí, un costado de la iglesia ha sido aprovechado para formar el ángulo rectos del frontón. Como quien no quiere la cosa pasamos bajo la autovía y le decimos adiós sin asomo de acritud. Se suceden los pueblos como cuentas de un rosario: mientras en Villace, una chopera tupida da paso a una panadería El Cristo despacho, que así se anuncia, el cementerio de Villamañán parece un complejo fabril perfeccionado por el culto al más allá, todo un contraste con el viejo cementerio, casi en el centro del lugar, castellano viejo, con ciprés y lleno de muertos, la mayoría olvidados.
Las nubes vierten ramos de lluvia en lontananza, donde imaginamos Zamora cuando enlazamos de nuevo con la N-630. Previendo lo peor, en la piscina municipal de Villademor de la Vega la gente está vestida en torno al gran pilón. La cuarta torre del Palacio de los Guzmanes («el de Guzmán el Bueno», dice el gasolinero) ha sido remedada por un arquitecto que sabe de geometría y convenció al municipio de imitar a las otras tres en volumen: un cubo de ladrillo que al intentar no romper la armonía estraga el gusto. En Villaquejida , por el contrario, en los rótulos de Caixa Galicia y Caja España descubrimos vestigios de otra era: arqueología financiera. La historia se acelera. Y en Limanes de la Vega, los restos de un muro de carga recuerda de forma completamente incongruente a un termitero. Resulta inverosímil, pero lo aceptamos como guiño premonitorio del destino que nos guía: reminiscencia africana en honor de Gerardo González Calvo , redactor jefe durante 28 años de la revista Mundo negro, hacia cuya casa en Pajares de la Lampreana nos encaminamos. Por entre dos hileras de álamos impecables corre ahora la N-630 y pensamos: llevamos dos horas llegando a Benavente. Entramos por fin en la provincia de Zamora y evitamos Santa Colomba de las Carabias, que solo por el nombre dan ganas de desviarse. O San Cristóbal de Entreviñas . Ejercicios de eufonía y toponimia.
Saliendo de Benavente , no nos queda otra que pisar durante unos pocos kilómetros los que la nacional comparte con la autovía, carne de un solo asfalto. Pero nos desgajamos en cuanto el rectángulo rojo de la N-630 nos cita a la derecha y salvamos el curso del Esla. Aquí también hice autostop cuando era tan infeliz como indocumentado . La carretera es una fuente de referencias aromáticas, culturales, geométricas, religiosas, caudales: Castropepe, viento de costado, bar Área 221, un toro de Osborne talla XXL, una fábrica de granitos y mármoles que propone desde «arte funerario» a «platos de ducha». El viaje es divertido. Cura de la melancolía. Aunque puede avivar otras . Mientras el cementerio de Santovenia del Esla también invita a detenerse, con su aspecto sencillo y su guardia de honor de cipreses que sin haber leído a Delibes y a Gironella saben cómo posar para el que pasa, los campos segados y en barbecho entre Villarrín de Campos y Manganeses de la Lampreana me recuerdan los paisajes de Elisa, vida mía, la película de Carlos Saura. Para ello tuvimos que desviarnos en Riego del Camino por la ZA-714. El cementerio es el lugar más verde de Manganeses, y muchos saben por qué. Nos metemos de cabeza en el pueblo y acabamos yendo a remolque del trenecito al que se han subido todos los infantes que con sus progenitores han inundado el pueblo para confirmar que todavía tienen raíces.
–No te lo digo a ti, me reprocha una niña cuando respondo a su saludo agitando la mano.
A cuenta de las veletas, apunta J. W. Goethe en su Ensayo de meteorología: «es también un instrumento que indica relativamente y de forma insegura el movimiento del viento en el momento en que se produce. Pero, por mucho que se quiera reducir la fricción de este, siempre queda una fricción mecánica. Lo peor, no obstante, es que, en todo momento, obedece más al viento del Oeste que al resto de los vientos; porque este es el más fuerte y, con los años, la aguja acaba por doblarse debido a su fuerza si la veleta es grande y pesada; por eso se inclina hacia el Este y el viento puede haberla tenido un rato doblada antes de decidirse a cambiar de posición. Observar siempre el curso de las nubes en lugar de la veleta seguirá siendo siempre lo más seguro ». Es decir, lo verdadero solo lo vemos reflejado.
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