La dorada tribu
Patti Smith, musa del mal
En 1975, la cantante publicó 'Horses', un disco imborrable, que ahora ha sonado íntegro en el recital reciente que ha cumplido en el Teatro Real de Madrid
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Iniciar sesiónApareció Patti Smith, fantasmal y joven, en el Nueva York convulso de los setenta, con la camisa abierta y los ojos abismados, y pronto Robert Mapplethorpe, aquel ángel del lirismo porno, aquel fotógrafo de los falos y los gladiolos, le hizo el ... gran retrato que dura hasta hoy, con la mirada nocturna, fatalmente serena, y la chaqueta al hombro, como si Arthur Rimbaud se hubiera echado en Patti una floja chaqueta al hombro. Era 1975, cuando Patti Smith inventaba 'Horses', un disco imborrable, que ahora ha sonado íntegro en el recital reciente que ha cumplido en el Teatro Real de Madrid. El retrato de 'Horses' es mítico, y pudiera fecharse en 1975, o mucho antes, o ayer mismo, cuando Patti Smith ya arrastra melena de anciana salvaje, osamenta de hechicera algo vencida, y un poco caníbal.
Estamos ante la misma muchacha flaca de Jersey, que leía a Blake y soñaba con Baudelaire, mientras perpetraba un cancionero de furia mística, atando la palabra y la electricidad en una misa pagana que haría del rock otra cosa, igual que el poeta hace de la prosa otra cosa. Entrar en la obra de Patti Smith es aceptar aquella alta máxima de Allen Ginsberg, «el mundo es un viejo error», y echarse a viajar por el desafío de la íntima intemperie, hasta no se sabe dónde, hasta no se sabe cuándo. Los autores de la generación beat pueden darnos una atmósfera de Smith, que también carga, como ellos, una vitalidad suicida, con una mitad de profetas del desarreglo, con una mitad de yonquis del desamparo.
En 'Horses', su evangelio blanco y negro, ya estaba todo. Y ahí todo sigue: la pureza y el grito, el malestar y la inocencia, el deseo de santidad y la suciedad del mundo. Smith cantaba, y canta, como si el grito fuera una bendición, como si la extranjería fuera una bendición. Y todo, entonces, como hoy, a bordo de una mujer que viste mejor de hombre, entre ángel caído y musa del mal. A veces, entre canción y canción, en el escenario, saca un cuaderno, y nos lee unos versos que son veneno nutricio, salfumán celeste. Lo hizo la otra noche en Madrid, lo ha hecho casi todas las noches. Tuvo temporadas en el infierno, y temporadas de recogimiento, cuando se retiró a Detroit, se casó con Fred 'Sonic' Smith, crió hijos y guardó silencio. Son datos biográficos, que ensanchan además su obra.
El fotógrafo Robert Mapplethorpe le hizo el gran retrato que dura hasta hoy, con la mirada nocturna, fatalmente serena, y la chaqueta al hombro
En los noventa, volvió a la carretera. Traía la voz empeorada, o sea mejor, el pelo claudicante, pero el alma intacta. Como que, desde esos días, Patti Smith cumple de sacerdotisa civil. Recita en museos, bendice festivales, habla de los muertos como si los muertos la escucharan desde el embeleso, y pagando entrada. Tiene algo, aún, de profeta más bien cansada que no ha perdido la esperanza. Sus espejos son espejos interiores, y ahí están, vivas y resurrectas, las muchas mujeres que ha sido: la poeta adolescente, la punk mística, la madre que escribe elegías, la viuda salvaje, la devota de Rimbaud que aún cree que en la palabra está el paraíso.
Ha cruzado todos los tiempos sin obedecer a ninguno. Fue punk antes del punk, mística cuando la fe parecía cursi, política cuando lo político se volvió pose. Su modernidad consiste en no perseguir modernidad alguna. Ni a sí misma se acomoda. En un mundo que envejece por miedo, ella va envejeciendo por fidelidad. Por fidelidad a ella misma, naturalmente. Aún lleva al hombro la chaqueta del retrato de Mapplethorpe, aunque no la lleve.
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