La corteza milagrosa que salvó la vida de reyes, papas y ejércitos
ciencia por serendipia
La quinina, el remedio contra la malaria, fue descubierta de forma casual y la leyenda cuenta que Ana de Osorio, condesa de Chinchón, fue la primera en probarla
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Iniciar sesiónSupongamos por un momento que nos encontramos en una selva densa, impenetrable, en el corazón de América del Sur hace más de cuatro siglos. Los árboles impiden el paso del sol, la humedad es abrumadora y el aire está impregnado de misteriosos aromas de plantas ... y flores que solo existen allí. En esa profundidad los habitantes nativos conocen desde hace siglos los secretos que la naturaleza ha dispuesto sigilosamente, secretos que los forasteros descubrirán apenas de manera accidental, pero que cambiarán para siempre la historia de la medicina y, de paso, el rumbo mismo de la humanidad.
Esta es la historia -mezcla de mito, azar y ciencia- del descubrimiento de la quinina como remedio contra la malaria, una de esas casualidades afortunadas que transforman el dolor en salud.
La malaria fue, durante siglos, una de las enfermedades más mortales del planeta. Antes de que los microbiólogos pusieran nombre al parásito responsable, los europeos la conocían como fiebres tercianas y cuartanas, sin sospechar si quiera la causa ni mucho menos el modo de combatirlas. Sus estragos eran letales en zonas templadas y tropicales por igual, y devastaban ejércitos, ciudades y expediciones enteras.
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En lo más recóndito de los Andes una corteza amarga custodiaba el antídoto esperado. Cuenta la leyenda que, en el siglo XVII, un curandero quechua observó que los ciervos enfermos buscaban un árbol particular cuyas ramas exudaban una savia amarga. Cuando la fiebre azotó a su gente optaron, a la desesperada, por beber una infusión de esa corteza vil. Apostaron su vida y su salud a un pedazo de madera. Contra todo pronóstico, la fiebre cedió.
A partir de ese punto los relatos se difuminan en el tiempo y florecieron entre las palabras de las crónicas. Una versión, envuelta en misterio, narra que la primera europea que recibió el milagro de la corteza del Perú fue la condesa Ana de Osorio, esposa del virrey Luis Jerónimo de Cabrera, conde de Chinchón. En 1630 la condesa enfermó de fiebres palúdicas en Lima y fue tratada con éxito por un médico local que había aprendido el secreto de los indígenas.
La noticia, y con ella la pócima milagrosa, atravesó el océano y llegó a Europa. A mediados del siglo XVII, los misioneros jesuitas, con notable discreción y no pocas intrigas, empezaron a exportar corteza de quina –llamada en aquellos momentos los polvos de la condesa- hacia las principales ciudades portuarias europeas. Al principio, el escepticismo era intenso: ¿cómo podía una simple corteza amazónica derrotar una plaga que ni las sangrías ni las oraciones habían logrado contener?
Afortunadamente poco a poco la corteza se hizo un hueco entre las boticas de toda Europa, ganándose no solo la confianza de médicos y boticarios, sino también de pacientes.
La química que salvó el árbol
A pesar de todo no hubo una aceptación generalizada. La medicina de aquel entonces, regida por ideas humoralistas y pre-microbianas, miraba con recelo todo aquello que provenía de las Américas, y más aún si era promovido por los polémicos jesuitas, enfrentados con otras órdenes religiosas y con la aristocracia científica de su tiempo.
Sería el propio Linneo, padre de la taxonomía botánica, quien le daría un empujón definitivo al rendir tributo a la corteza y a su árbol, al que bautizó como Cinchona, en honor a la condesa. Esto marcaría un antes y un después.
Y es que, ante la demanda creciente, las potencias europeas intentaron apropiarse de ejemplares vivos para cultivarlos en sus colonias asiáticas y africanas. En 1859, el británico Charles Ledger logró introducir semillas en Java, sentando las bases para el cultivo a gran escala fuera de Sudamérica. El sistema tuvo, como es fácil de imaginar, implicancias ecológicas dramáticas, pues la sobreexplotación y exportación de semillas mermó la diversidad genética natural y arrasó con parte de los bosques originales.
Pero, ¿qué sustancia mágica contiene la corteza? En 1820 los químicos franceses Pierre Joseph Pelletier y Joseph Bienaimé Caventou lograron aislar el alcaloide responsable: la quinina. Este descubrimiento abrió la puerta a la fabricación controlada del medicamento, logrando dosis efectivas y extendiendo su uso a hospitales de todo el mundo. A partir de entonces, la exploración de otros alcaloides naturales se aceleró, dando comienzo a la era de la farmacología moderna y sentando las bases de la química terapéutica.
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El siguiente capítulo de la historia se escribió durante la Segunda Guerra Mundial. La ocupación japonesa de Java hizo escasear la quinina, lo que impulsó la investigación acelerada de antipalúdicos sintéticos como la cloroquina y la primaquina. Fue a partir de ese momento cuando el árbol de la quinina comenzó a respirar tranquilo.
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