Cuando el veneno aprendió a sonreír
ciencia por serendipia
Cómo el bótox, el tóxico mortal hallado en las salchichas y otros embutidos, se convirtió por casualidad en el tratamiento estético más solicitado
Cuando una piedra se partió y cambió para siempre la historia de la humanidad
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Iniciar sesiónDurante el invierno de 1820, en una pequeña taberna de Württemberg, un grupo de músicos locales compartía una cena sencilla de embutidos caseros. Aquella velada, que debía acabar entre risas y brindis, marcó el inicio de una de las historias más extrañas de la medicina ... moderna. Días después varios comensales enfermaban con síntomas desconcertantes: visión doble, dificultad para hablar, músculos paralizados, respiración entrecortada. No era peste ni cólera, sino un misterioso «veneno de las salchichas» que convertía el cuerpo en un organismo prisionero de sí mismo.
El médico y poeta alemán Justinus Kerner, testigo de esta tragedia, no imaginaba que aquel tóxico letal -la 'toxina botulínica'- algún día serviría para aliviar dolores crónicos, corregir espasmos musculares y borrar arrugas del rostro humano. Menos aún que, dos siglos después, millones de personas aceptarían voluntariamente su inyección sin temor, buscando rejuvenecer en tres milímetros de piel lo que el tiempo había erosionado.
El veneno de las salchichas
Kerner fue el primero en describir la naturaleza de aquella intoxicación alimentaria recurrente en regiones rurales del sur de Alemania. Observó que estaba relacionada con conservas mal elaboradas, carentes de oxígeno y ricas en grasa, ambiente perfecto para un microorganismo todavía invisible: Clostridium botulinum. Sus víctimas sufrían una parálisis flácida generalizada sin fiebre ni convulsiones, una misteriosa calma antes de una asfixia implacable.
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Movido por la intuición romántica de que cada veneno encierra también un potencial terapéutico, Kerner experimentó incluso consigo mismo -en dosis minúsculas- para entender el mecanismo del tóxico. Concluyó que actuaba interfiriendo en la transmisión nerviosa hacia los músculos y fantaseó con su posible uso para «domar la hiperactividad motora de ciertas enfermedades».
Décadas después, con el auge de la microbiología en el siglo XIX, Emile van Ermengem identificó el agente causante tras un brote ocurrido en una fiesta funeraria: el Clostridium botulinum, una bacteria anaerobia productora de una de las sustancias más potentes conocidas. En dosis ínfimas, bloquea la liberación de acetilcolina en las terminaciones nerviosas, impidiendo la contracción muscular. En dosis mayores, la vida.
De enemigo alimentario a herramienta médica
El salto de este tóxico mortal al laboratorio médico tardó más de un siglo. Durante la Segunda Guerra Mundial, investigadores norteamericanos temían su uso como arma biológica. Sin embargo, fue en los años cincuenta y sesenta cuando un pequeño grupo de fisiólogos empezó a estudiar la toxina con otro interés: como modelo para entender el funcionamiento de la sinapsis. En el Instituto de Investigación de los Ojos de San Francisco el doctor Vernon Brooks observó que, al inyectarla localmente en animales, se lograba una parálisis muscular focal y reversible. Aquello abría una puerta terapéutica: si podía controlar la toxina como si se tratara de un bisturí químico, tal vez podría modular contracciones musculares anómalas.
El neurólogo y oftalmólogo canadiense Alan Scott continuó esa línea en los años setenta. Buscaba un tratamiento menos invasivo para el estrabismo, que hasta entonces requería cirugía. Purificó una forma diluida y estable de la toxina tipo A, la probó en monos y luego, con prudencia, en pacientes humanos. El resultado fue revolucionario: al inyectarla en un músculo ocular hiperactivo, éste se relajaba temporalmente, permitiendo que ambos ojos se alinearan mejor sin necesidad de bisturí.
La arruga que cambió la estética
El paso de lo terapéutico a lo estético fue un hallazgo casi accidental, otra muestra de serendipia. Mientras trataban a pacientes con blefaroespasmo -espasmos involuntarios del párpado- los médicos canadienses Jean y Alastair Carruthers notaron que algunos pacientes regresaban sorprendidos: sus arrugas faciales habían desaparecido temporalmente. Al paralizar los músculos responsables de aquellas contracciones involuntarias, el rostro ganaba suavidad y expresión serena.
El hallazgo se repitió tantas veces que no podía atribuirse a la casualidad. En 1992 publicaron los primeros estudios controlados sobre el uso cosmético de la toxina botulínica para atenuar arrugas del entrecejo y de la frente. A la comunidad científica le costó aceptar la idea de que un agente neurotóxico se convirtiera en cosmético, pero el éxito fue inmediato. En el año 2002 la FDA aprobó oficialmente el Botox Cosmetic para tratamientos faciales. Desde entonces el uso se expandió hasta lo insospechado.
Una demostración más de que los efectos secundarios, a veces, son la semilla de un nuevo campo terapéutico.
La paradoja del bótox ha fascinado tanto a médicos como a filósofos de la ciencia: la misma toxina que puede causar la muerte por parálisis respiratoria se convierte, en microdosis, en símbolo de vitalidad y juventud. Es el eco moderno del principio de Paracelso: «Solo la dosis hace el veneno».
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Por otra parte, ningún descubrimiento médico escapa a su lectura social. El bótox, más que un fármaco, se ha convertido en el símbolo de una época. Representa una sociedad que teme envejecer y busca controlar el tiempo químicamente. Su popularidad creció al compás de la expansión de la cultura visual: televisión, fotografía digital, redes sociales.
En un mundo donde el rostro es la carta de presentación dominar sus expresiones parece una forma de poder.
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