Tres inventos diseñados por filósofos que utilizamos en la actualidad
Platón, Arquitas y Pascal patentaron, respectivamente, el despertador, la paloma voladora y el autobús
En la antigüedad la división de las horas la marcaban los relojes solares, lo cual planteaba un terrible problema: ¿cómo conocer la hora tras el ocaso? Por ese motivo, los egipcios diseñaron las primeras clepsidras , un vocablo que en griego significa literalmente 'robar ... agua'.
El invento consistía, básicamente, en medir el tiempo a través del líquido que caía de un recipiente a otro. Para ello disponían de una vasija de cerámica que contenía agua hasta cierto nivel, con un orificio en la base de un tamaño óptimo para asegurar la salida del líquido a una velocidad determinada y en un tiempo conocido. Además, el recipiente tenía en su interior varias marcas, de forma que les permitiera aproximarse a la hora exacta.
Los griegos, en especial los atenienses, también utilizaron las clepsidras e, incluso, las perfeccionaron. Se piensa que fue el filósofo Platón (427 a. de C.-347 a. de C.) uno de los que más se ocupó del tema, llegando a inventar el primer despertador de la Historia.
El despertador de Platón
La leyenda cuenta que cansado de que sus alumnos llegasen tarde a sus lecciones matutinas, combinó una clepsidra con un sifón, de forma que cuando el agua alcanzaba cierto límite se precipitaba con fuerza en un recipiente cerrado del que se escapaba el aire produciendo un sonido muy agudo, semejante al que emite el vapor de agua en las teteras actuales.
Su alumno predilecto, el filósofo Aristóteles (384 a. de C.-322 a. de C.), perfeccionó la técnica del despertador. Diógenes Laercio cuenta en su obra 'Vida, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres' que cuando se echaba a dormir cogía una bola de bronce con una mano, poniendo debajo un cuenco, de forma que cuando cayese la bola en el cuenco el ruido fuese tan atronador que le despertase.
Esto le sirvió de inspiración para colocar sobre el flotador de una clepsidra unas bolas metálicas que iban poco a poco escalando por el recipiente según subía el nivel del agua, de forma que alcanzada la hora deseada las bolas se precipitaban, caían sobre un cuenco de bronce y provocaban un enorme ruido. Un método rudimentario, pero no por ello ineficaz.
La paloma voladora
Menos conocidos que los anteriores es el filósofo Arquitas de Tarento (428 a. de C.-347 a. de C.) que inventó una máquina voladora propulsada por vapor y a la que se conoció como la 'paloma voladora'.
Su forma, salvando las distancias, se parecía bastante a los modernos aviones. Era un dispositivo de pequeño tamaño, de cuerpo ligero, de forma cilíndrica fabricada de madera y con la parte frontal puntiaguda, similar al pico de un ave. De sus lados salían un par de alas y, además, tenía otra más pequeña en la parte trasera.
Precisamente, en la zona posterior había una abertura que llevaba un globo interno fabricado a partir de la vejiga de un animal y que se conectaba a una caldera cerrada herméticamente.
A medida que la caldera generaba vapor, la presión aumentaba hasta un punto que excedía la resistencia mecánica de la conexión y la paloma de Arquitas alzaba el vuelo. Se dice que la paloma llegó a 'volar' más de doscientos metros.
El autobús de Pascal
En la segunda mitad del siglo XVII el filósofo Blaise Pascal (1623-1662) propuso al gobernador de Poitou -el duque de Ronanes- construir carruajes que pudieran transportar simultáneamente ocho personas, para agilizar el transporte público.
El rey Luis XV concedió el monopolio al gobernador y los primeros 'autobuses' -Pascal los bautizó como omnibuses- públicos hicieron su aparición el 18 de marzo de 1662. Fueron conocidos con el nombre de los 'Carosses a cinq sous', debido a que un viaje en carro (carosse) costaba cinco 'sous', la moneda francesa de menor valor en aquellos momentos.
El primer ómnibus -que significa literalmente 'para todos'- hizo su aparición en la capital francesa y estuvo en servicio tan solo quince años, transcurridos los cuales desapareció. El transporte público y colectivo no volvería a aparecer hasta doscientos años después, en esta ocasión lo hizo en Burdeos y lo hizo para quedarse.
Pedro Gargantilla es médico internista del Hospital de El Escorial (Madrid) y autor de varios libros de divulgación.