POR CARRETERAS SECUNDARIAS

El olivo es el árbol de la vida

El aceite forma parte de nuestra cultura, de la dieta, que propagamos mientras nos olvidamos de donde venimos, e ignoramos a dónde vamos

corina arranz

alfonso armada

Sin los árboles no seríamos humanos. Por eso duele tanto esa saña hispana contra ellos, que se evidencia ya en la forma tan salvaje de podar y que va pareja de la que se estila contra los animales, y que a menudo empaña la imagen ... idílica que nos formamos de los pueblos. Porque el desdén hacia los árboles y hacia los que no hablan nuestro mismo idioma nos retrata y con frecuente ferocidad en los pueblos. Un índice de barbarie. El que propaga incendios comparte ruindades e impiedad con el terrorista. Contribuye a hacer la vida invivible, la tierra yerma, el futuro exilio.

A Lucena del Puerto y Almonte por la A-486. El sol, entre calimas, al frente. Porque vamos hacia Oriente. Cañas y cañaverales. En Lucena nos salen a recibir caballos. Una manada, mitad blanca, mitad castaña. En realidad, los caballos, brutos nobles, nos ignoran. Los admiramos, pero no hacen aprecio. La carretera destila un brillo de barniz mojado cuando el sol es todavía oblicuo , amigo de las sombras largas, compasivo. Entre pinares y con la compañía de Rokia Traoré vemos resplandecer las tiras de plástico que abrazan los surcos con los plantones de fresas. Tiras tensas, de una perfección engañosa, artificial. Las hacen crecer de prisa. Muchos plantones vienen de Estados Unidos, se plantan primero entre pinares y arenas de Valladolid, para acabar de madurar en Andalucía. ¿Será rentable tanta mudanza? Avanzamos, o eso creemos, por la A-484, y no nos desviamos a Almonte. Hubo un tiempo en que quise hacer la romería del Rocío. Ahora ya no le veo el sentido. Azaleas, macizos para hijos de Rubén y de Juan Ramón que pasen apresurados a bordo de sus vehículos con aire acondicionado. Volvemos a hacer trampas durante unos cuantos kilómetros, seducidos por el azul de una autovía. Será pecado, pero será venial. Cuando no se sabe conducir no se puede pretender que el chófer se pliegue siempre a nuestros deseos. La autovía es como la vida contemporánea en las redes sociales. No parece dejar huella, pero rotura el paisaje con la misma violencia con la que ellas roturan la conciencia. ¿Vamos en pos de qué? Soledad, dame el nombre exacto de las cosas.

Dejamos la vía ultrarrápida en Hinojos por la A-481. Porque la autovía da sueño. Es como una boa constrictor. La miras a los ojos y ya estás perdido. Sobre todo porque te nubla el entendimiento, te persuade de que en realidad te lleva a donde quieres ir. Y lo peor es que será cierto, y te perderás todo lo que no tenías previsto en el viaje, es decir, en el curso de la vida. Gracias al desvío, al tran-tran de la senda lenta (por la que muchos corren que se las pelan) leemos avisos que nos hablan de otra vida: «Atención: zona de paso de linces» . Ah, los linces de Doñana, el parque que vamos bordeando por el norte. Otro enigma que atrae a los presidentes como si ese boato natural les fuera consustancial. Si al menos encontraran la inteligencia en las marismas y en el pico de las garzas. Pero como advierte Zygmunt Bauman , el padre de la modernidad líquida, «el poder no lo controlan los políticos y la política carece de poder para cambiar nada». En el bar La Bodeguita, de Hinojos, parece como si el ejército español, de maniobras, hubiera tomado el pueblo y convertido el local en sede de su estado mayor.

–¿De qué cuartel son?

–¿Cuartel? Aquí el único que hay es el cuartelillo de la Guardia Civil.

–¿Y esos soldados?

–No son soldados. Es que les gusta vestirse así, para despistar a los animales. Son cazadores.

Con traje de camuflaje y de faena, algunos con la bandera nacional cosida en el lugar de los galones, se nota que han madrugado y tienen un hambre canina. No hay mujeres. La caza es cosa de hombres. Hay una camaradería de fin de curso, de excursión, de regocijo en la pólvora y el sudor. La cocina de La Bodeguita no para de despachar molletes de pan tostado con jamón que los falsos reclutas (algunos ya talluditos como cabos furrieles o sargentos resabiados) ilustran con salsa de tomate y ajo y devoran con fruición. Cosa de hombres. Al salir de nuevo a la luz, que se va haciendo cegadora, nos cruzamos con un tipo con cara de pocos amigos del que tiran dos perros, uno blanco y otro negro, uno a cada lado. Dos correas tensas. Sus caras no eran más feas que las de su amo, pero había una cierta feroz familiaridad entre los tres que nos hizo sacudirnos el polvo de los zapatos y partir.

Nos han acompañado durante buena parte del viaje. Su sombra es grata, aunque escasa. Son amigos de la tierra. Dan mucho más de lo que reciben. Aunque es el símbolo de Vigo, donde nací, «la ciudad olívica» , y en el pazo de mi tocayo por partida doble, a las afueras de Santiago de Compostela, el de Santa Cruz, hay una preciosa avenida con ejemplares de hace quinientos años, y en realidad se encuentran por casi toda la península, son los campos del sur de España y Portugal los que no se entienden sin su presencia. Alineados o a la buena de Dios, domesticados o salvajes, centenarios o pimpollos, los hemos admirado en los márgenes del Duero y del Guadalquivir, en las laderas portuguesas y en los campos extremeños. Los olivos. Como recuerda Manuel Mandianes en su ensayo El símbolo del olivo y del acei te , en el Deuteronomio se dice que el Señor «bendecirá el fruto de tu vientre y el fruto de tus tierras: tu trigo, tu mosto y tu aceite», y la poesía griega está plagada de homenajes a los olivos . Horacio lo celebra como «alma prima arbolorum», y tanto Virgilio en la Geórgica como Ovidio en la Metamorfosis lo tienen muy en cuenta.

corina arranz

Camino de Sevilla y Cádiz nos llamó la atención una variedad de olivos podamos desde la copa, para obligarles a bajar los brazos, a crecer con otros hombros, con otra fisonomía. En dirección a Pilas, por la A-474, cuando todavía teníamos en el paladar el sabor acre y ardiente del último café, una sencilla escalera de mano apoyada contra un viejo ejemplar nos hizo detenernos. También para poder hacer eso hay que circular por carreteras secundarias. Para verlo y para arrimarse al arcén o entrar en una finca y hablar con el campesino o el pastor. José Naranjo tiene 78 años y pasa el domingo podando sus olivos. Armado de un hacha de mano y una tijera, le arranca las varetas que crecen en el tronco y en las ramas: «Le quitan fuerza». Tiene más de mil olivos en varias fincas en torno a Hinojos , pero la que ahora trabaja –bien labrada con la ayuda de un tractor– se llama La casita de la orden. No sabe muy bien por qué. Así la llamaba su anterior propietario, y ese nombre le quedó. Con un transistor encendido colgando del cinturón de las herramientas, como un electricista de olivar, José Naranjo cuenta que las suyas son «aceitunas de mesa, manzanilla». Jubilado, sigue haciendo lo que ha hecho todos los días, «de sol a sol». Se entretiene con el que llama «el rey de la finca», el que está a la orilla de la carretera. «Debe de tener más de mil años». El tronco lo atestigua. «El año pasado todavía dio nueve portones». Nueve cestos. «Este año serán cuatro o cinco». Ha llovido menos. Tiene un hijo, que ha heredado el oficio y heredará las fincas, y dos nietos. «Pero como es domingo han ido a la playa». Suena un disparo. Cazadores. Le comentamos nuestro susto al ver el pueblo ocupado por los militares.

–Van de camuflaje para que el bicho no se asuste.

Cuando se asusta ya es demasiado tarde.

A José se le ve en plena forma a pesar de sus 78 años. Está ágil. Se sube a la escalera, precaria, de travesaños sujetos con mimbres. Dice que el campo da «para ir tirando», y que él viene «todos los días». Espera a que salga el sol y a sus campos va. La escalera de José no es la de Jacob . Pero se parece a la que, según algunos cuadros, como el Descendimiento , de Roger van der Weyden , sirvió para bajar a Jesús de la cruz. José no se queja de su suerte. Sonríe con facilidad. Podría haber sido coétaneo de Cristo. Sus olivos, y sobre todo el milenario, donde la escalera se apoya mejor, podría haber servido a Terrence Malick para representar El árbol de la vida . Los olivos nos reconcilian con la naturaleza, con sus ritmos ancestrales. Pan y aceite para andar el camino. De pan y aceite estamos hechos. En cada sitio donde paramos pedimos pan y aceite. El pan y las olivas nos hablan de los campos, de la habilidad de los panaderos y de los campesinos, de la franqueza de las almazaras y los rigores del clima. Nos encomendamos a los olivos. El aceite forma parte de nuestra cultura, de la dieta, que propagamos mientras nos olvidamos de donde venimos, e ignoramos a dónde vamos.

El arroyo de Pilas, seco, nos lo dice. Acabamos de dejar Huelva, entramos en Sevilla. Por la A-474 hacia Aznalcázar. El cielo cubierto hace el día llevadero. Otro animal muerto. Quizá gato, quizá lince. En cualquier caso, desafortunado. Hacia Bollullos de la Mitación (atrás quedaron los famosos, los del Condado, que no pisamos. Era otro desvío) no es que la carretera sea muy hermosa, sino real. Y se agradece. Pero de pronto surgen arizónicas a ambos lado, y perfuman el mundo aunque carezcan de perfume . Es apenas un tramo, pero tan grato que abre otra puerta en el paisaje. A un pinar le sigue un olivar, y a Rakia Traoré le sucede John Hiatt, y a un cadáver reciente otro que ya casi forma parte del asfalto, empastado por otros que han pasado antes que nosotros. Y al crematorio, disimulado entre árboles, pero no su nombre, le sigue el cementerio municipal, y a renglón seguido su patrón, su necesidad: Coria (había escrito Corina) del Río.

Sin haberlo previsto ni calculado, como hace un año en Miravet y el Ebro, hoy lo haremos en Coria y el Guadalquivir. Desde hace 35 años, una barca salva la corriente para coches y peatones. De una orilla a otra, para no mojarse, no perecer, no perder el tiempo buscando un puente al sur o al norte. Todos los días del año. Tan solo en las horas más oscuras de la noche amarran su balsa los barqueros. El río baja cargado, pero sucio. Aguas achocolatadas, lentas, que no invitan a la natación ni a la poesía . A las doce del mediodía suenan las campanas de Coria, y nuestra balsa, con el dócil Seat Ibiza vestido con traje de camuflaje, polvo que hemos ido comprando por los caminos, bien asentado sobre la cubierta de hierro, salva la corriente, la muerte, la naturaleza voraz del río. La maniobra parece fácil. El piloto y el cobrador apenas intercambian unas palabras. Dos coches esperan en la orilla de Coria, y uno de ellos es el nuestro. En la otra, una fila de romeros (no pocas de ellas calzadas con botas de caña: como si los coches fueran un trasunto del caballo), y profusión de fiambreras, manzanillas, cervezas Cruzcampo, bien frías. Solo después sabremos que van de romería, que vuelven a Almonte para participar en el Rocío Chico: los devotos «perpetúan la memoria del pueblo que salvó su patrona» del asalto de las huestes de Napoleón Bonaparte.

La última noche en Moguer recorrimos las calles muy despacio, las plazas solitarias, y las concurridas. Fuimos a ver la fuente delante de la iglesia de Nuestra Señora de la Granada , la única que, en estos tiempos de sequía, sigue jugando con el agua. Eran cerca de las once de la noche y en casi cada banco había indígenas aprovechando el frescor de la hora. Nos sorprendió que el templo estuviera abierto. Entramos. Se celebraba una misa, muy concurrida. Habían dispuesto los bancos en forma de u ante el altar mayor. En medio, una gran mesa cubierta con un mantel blanco y varios copones. El sacerdote hizo la consagración y dio de beber del cáliz a uno de los acólitos más viejos: «La sangre de Cristo». A continuación, éste hizo lo propio con otro fiel, y otros tres, los más provectos de entre los feligreses tomaron a su vez cálices plateados, copones, y dieron de beber a todos y cada uno de los asistentes, entre ellos numerosos jóvenes que al llegar nos habían mirado con cierta desconfianza. Como si estuviéramos profanando una ceremonia a la que no habíamos sido invitados. Era evidente nuestra condición de forasteros. A eso se limitó la comunión: no hubo hostias, solo vino. Y nadie dejó de beber. Tras el ritual «podéis ir en paz» del celebrante, el pequeño coro con guitarras y voces tan potentes y bien timbradas que la principio pensamos que se trataba de una grabación, pasaron al altar y desde allí siguieron cantando con más brío. La mayoría de la gente no hizo como suele, poner pies en polvorosa, sino que se quedó de pie, entre los bancos, coreando los estribillos, mientras los más osados formaban una suerte de cadeneta en torno a la mesa cubierta de blanco y ejecutaban con buen tino una suerte de danza que tenía algo de sardana y de baile judío: dos pasos adelante, dos atrás, y uno de lado, de tal forma que la rueda giraba como suele girar la rueda de la vida. La religión es en Andalucía un animismo. Los ritmos estacionales, las celebraciones paganas, han sido trasvasadas al dogma de la cristiandad con toda la efervescencia de la naturaleza. El jazmín y el azahar. Los naranjos y los almendros. La muerte y la resurrección.

Después de cortar las varetas con el hacha de mano o con la tijera de podar, José Naranjo las amontona con una horca. Las herramientas son una extensión de la voluntad. Sirven para aprovechar mejor los frutos de la madre naturaleza. José va a su ritmo, solo en olivar, sin que nadie le inquiete. Nos da la mano, nos sonríe. Es como una aparición en medio de los olivos, tan elegantes, tan enigmáticos, tan sobrios . Terrence Malick debería venir a Andalucía. Porque el olivo es, sin duda, el árbol de la vida.

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