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POR CARRETERAS SECUNDARIAS, 19

El toro, la garza y la voz del mayoral

Se respira devoción por una ganadería que ha puesto a Trigueros en el mapa del toreo

CORINA ARRANZ

ALFONSO ARMADA

Madrugamos tanto que en el Reygar todavía no están los churros listos. Sin saber muy bien por qué el bar Reygar de Moguer me recuerda a uno de Chicago que no cerraba nunca y al que This American Life ... , aquel maravilloso programa de la radio pública estadounidense (NPR: National Public Radio) le dedicó un programa de una hora. Mostraba cómo la clientela cambiaba a medida que avanzaba el día, y cómo cambiaban el personal, y las relaciones entre unos y otros. Un microcosmos. Dos tipos, uno gordo (español) y otro flaco (marroquí) dilapidan el dinero y se enfurecen contra la astucia de dos máquina tragaperras pegadas a las horcas caudinas de los urinarios. Al fondo del bar, una vieja arrugada parte en trozos su tostada y hace su desayuno sola, sin preocuparse de nadie y sin que nadie se preocupe de ella. Era posible imaginar la vida que llevaba, pero no la que había llevado hasta llegar a ese momento. Sentada junto a un cuadrito de un bodegón de una vasija de barro, entre ella y el la pintura parecía existir una simbiosis digna de Zurbarán: la espiritulidad materialista y descarnada de los tiempos que corren. El Reygar está en la zona más correosa de Moguer, en la periferia del pueblo que parece haber preservado las esencias que en él leyó Juan Ramón Jiménez . Pero incluso en esa Avenida de la Constitución , y de la plaza aledaña, dura, donde inmigrantes africanos y locales han encontrado acomodo, parece un pueblo de una tranquilidad menestral, donde los niños –hay muchos en Moguer: como si la gente tuviera fe en el porvenir- juegan en las plazas hasta bien entrada la noche de verano, y los padres no parecen prisa ni bridas castradoras. Será el verano, pero es como si Moguer fuera como el principio del poema del niñodiós, antes de que el poeta volviera y se diera cuenta de que sus recuerdos no se correspondían con la realidad («la luz con el tiempo dentro»), sino que se había convertido en cementerio. Al cementerio llegaremos justo cuando el enterrador esté echando el cierre. Solo queremos ver la tumba de Juan Ramón y Zenobia. Ojalá no la hubiéramos visto. Porque no se corresponde con lo que se esperaba de los libros del poeta, desde luego no con Platero. Es una tumba como de dictador latino, de granito, sobre un plinto de granito tan gris como la misma lápida, empastados, imposibles de remover salvo, quizás, por un ángel y un toro. Es dudoso que esa tumba tan fría los dos puedan dormir a gusto el sueño eterno ni ningún sueño. Lo único que les puede dar algún alivio son los cipreses de la cabecera, como dos mesillas vegetales, y el jazmín en medio, que estaba en flor.

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