CARDO MÁXIMO

El arte por el arte

Es como si el autor y el espectador de la obra pictórica estuvieran conectados por una función más que por una emoción

Hay algo fascinante en toda la historia del cuadro de la Inmaculada con el Niño atribuido ahora a Velázquez. Mucho más deslumbrante que la investigación radiológica y espectrográfica de los técnicos del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico que han soltado el nombre del pintor sevillano ... más universal como autor del lienzo. Mucho más impresionante que el encomiable empeño del párroco, Francisco Román, por poner la Magdalena de dulce restaurando las pinturas murales que el incendio en la paredaña delegación de Hacienda a principios del siglo pasado arruinó para generaciones enteras que siempre han visto los muros de la iglesia ennegrecidos y despintados. Mucho más impactante que el papanatismo colectivo en cuanto se pronunció el nombre de Velázquez: allí lleva más de un año colgado, en el coro alto dándole conversación a dos espléndidos zurbaranes y al tenebrario coronado por el perro con la antorcha en la boca, marca de la casa de los 'domini cani' de la Orden de Predicadores que levantaron el convento de San Pablo.

Lo más rutilante del cuadro en cuestión es que hasta la muerte de su propietaria, doña Soledad Rojas, estuviera a los pies de su cama en el domicilio de esta feligresa cuyo legado ha engrandecido, y de qué manera, a la parroquia. Para su última dueña, ese cuadro representaba la imagen devocional a la que le rezaba por las noches, antes de suplicar, como se pide en la hora de completas, «una noche tranquila y una muerte santa». Poco le importaba si la autoría correspondía a Velázquez o a su suegro, porque el valor que le daba a la obra artística era puramente instrumental: le ayudaba a orar. Y en eso coincidía con quien la había ejecutado cuatro siglos atrás, como si el autor y el espectador de la obra pictórica estuvieran conectados por una función más que por una emoción.

El arte por el arte es una cosa bien reciente en la historia de la Humanidad porque, antes de eso, la obra artística de temática religiosa tenía que mover a la devoción, como marca en su tratado, que viene muy al caso, Francisco Pacheco. Hasta que los herederos lo entregaron a la parroquia de la Magdalena, el cuadro cumplía a la perfección con el motivo para el que se encargó. Y esto es sencillamente asombroso porque la pulsión museística del hombre secularizado del siglo XXI lleva a encerrar bajo siete llaves –con control de temperatura y humedad, faltaría más– como tesoros preciadísimos lo que para nuestros antepasados fueron nada más que valiosos objetos devocionales.

En una ciudad donde se sacan a la calle maravillas de la imaginería policromada con cuatro siglos de historia, resulta obvia esta reflexión. Puede sonar a herejía para los historiadores del arte, pero Velázquez o Pacheco o su taller poco importan salvo para fijar un precio de tasación. El valor, eso está fuera de duda, se lo dan las avemarías que arranque esa dulcísima Inmaculada con el Niño.

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