lente de aumento
Borrado de la democracia
Cuando el Gobierno confunde la ley con la conveniencia y la ética con la militancia se convierte en una secta
El odio es vuestro negocio
Feijoó, de la aldea a la ceguera
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Iniciar sesiónHay que reconocerles un talento inigualable; nocivo, sí, pero inmenso: logran que todos parezcan, en realidad, su antónimo. El soberbio se disfraza de humilde; el verdugo, de víctima; el machista, de feminista; la secuestradora de hijos, de madre coraje; el delincuente, de mártir; el borroka, ... de idealista; la fontanera, de periodista; el lobo, de cordero. Y el resto –nosotros, los ciudadanos corrientes– quedamos convenientemente catalogados como fascistas. Es un milagro de la retórica posmoderna, capaz de invertir la realidad con solo un eslogan o un tuit.
Y así llegamos al fiscal general, que ha pasado de presunto culpable a seguro inocente por obra y gracia de la maquinaria mediática y decisión unilateral del presidente que lo designó, que por si había duda lo ha dejado prístino en 'El País'. La máquina del fango, esa versión monclovita de la propaganda, funciona con precisión quirúrgica: fabrica culpables, limpia expedientes y reparte indulgencias con cargo al erario.
Las sesiones celebradas en el Supremo han dejado claro que el verdadero acusado, en la narrativa dominante, no es Álvaro García Ortiz, sino el «defraudador» –nada presunto–, que además tiene la mala suerte de ser novio de Isabel Díaz Ayuso. El fiscal es una víctima, por mucho que se siente como acusado. Pero lo más grave no es ese don para que todo parezca lo contrario de lo que realmente es, sino el uso político de la justicia, la naturalidad con la que se justifica.
Si el fiscal general –pongamos que hipotéticamente– hubiese borrado pruebas que pudieran incriminarle, o filtrado datos privados de un (mal) contribuyente, la consigna ya está lista: «El fin justifica los medios». El mismo argumento que ha legitimado todos los totalitarismos, de Venezuela a cualquier rincón donde el poder se crea moralmente infalible.
Más allá de los indicios, que falte la pistola humeante o unos periodistas digan que no fue él –sólo por eso tenemos que creerlos como si fuera palabra de Dios-, lo único impepinable es que si es culpable o no lo dictaminará el Tribunal Supremo. Otra cosa es que si le quedara algo de dignidad y ética, por mínima que sea, el fiscal general debería haber colgado las puñetas en el mismo instante en que decidió tratar a un presunto de manera distinta que a otro en función solo de su condición de novio de una rival política de Pedro Sánchez. Fue injusto a sabiendas porque puso toda la maquinaria del Ministerio Público al servicio del presidente que lo nombró. Y lo hizo únicamente porque ese defraudador era pareja de la némesis de su patrón monclovita, punto. En una sociedad normal nadie defendería la comisión de un delito político 'en defensa propia'. Cuando un Estado confunde la ley con la conveniencia, y la ética con la militancia, deja de ser democrático y se convierte en una secta.
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