POR CARRETERAS SECUNDARIAS
El ruido, la furia y la nada
Seguro que en Valencia de las Torres hay vidas decentes y admirables dignas de ser contadas, pero sus dos bares son el ejemplo palmario de la degradación de un país que adora ensordecerse para no tener que pensar en qué carajo nos estamos convirtiendo
«Digamos la verdad: la tierra nos proporciona el remedio de los males, nosotros lo convertimos en el veneno de la vida. ¿Acaso no utilizamos también de un modo semejante el hierro del que no somos capaces de prescindir? Tampoco nos quejaríamos con razón aunque ... ella lo hubiera producido para hacernos daño. Desde luego que somos desagradecidos precisamente con esta parte de la naturaleza . ¿En qué gozos o en qué males deja de estar al servicio del hombre? Se la arroja a los mares o se la hiende para abrir estrechos; se la maltrata a todas horas con agua, hierro, fuego, madera, piedra y grano, y mucho más para que sea esclava de nuestros caprichos que de nuestro alimento». No hay más que contemplar los incendios que devoran España este verano ardiente (de bosques repoblados pensando más en la codicia que en el beneficio de la propia tierra y por lo tanto de nuestros nietos y sus nietos), cómo se quedan exhaustos los mares sin pensar que hay que dejar que las especies se repongan para que no llegue un día en que en las redes vuelvan vacías de atunes y chicharros, cómo acentúan su estiaje los ríos que hemos encajonado para que nos den toda la luz que podamos desear y así enfriar la atmósfera que con nuestra actividad frenética hemos recalentado hasta el punto de ebullición… Llevar a Plinio el Viejo en la maleta implica tener tiempo para parar el reloj de jugador de ajedrez que a veces somos sin saberlo, desviarse del camino principal y sentarse en un banco que dé a las montañas (como las de Peñalba de Santiago), a la sombra de un chopo (como los que crecen a la orilla del río Luna en Villafeliz de Babia), en un hotel fuera del espacio y del tiempo (como el del antiguo Poblado del Salto de Saucelle), abrir la Historia natural por cualquier página y leer, leer, leer.
Salimos de Valle de la Serena por la EX-103 hacia Higuera de la Serena con la idea de dormir en algún pueblo fresco de la Sierra del Viento, en Huelva. Vestigios de mojones verdes, todavía con su capucha de pintura, nos recuerdan, como sabía William Faulkner , «que el pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado» . Los que vivimos en las capitales caemos con demasiada frecuencia en la vanidad de creemos el centro del universo, y más si trabajamos en grandes medios de comunicación que fabrican el relato de la actualidad de cada día, los manoseados trendic topics. Como si en la actualidad se agotara la realidad, y los figurones a los que prestamos tan constante y desmesurada atención (héroes del deporte, la farándula, la política y las finanzas) fueran ejemplo de nada. Por estas carreteras perdidas llegamos a esas «aldeas verdaderas» , como las llama mi amiga greco-portuguesa Olivia Ioannou y por las que siente tantas «saudades». Olivia cree que muchos de los que viven en esos pueblos al margen de la corriente principal (pienso ahora mismo Serafina Cornejo , de Doney de la Requejada , o en José Laso Mato , de Barcarrota ) son ejemplos de dignidad, seres profundamente conscientes de los limites de su existencia, cercanos a la naturaleza, humildes por los golpes que han tenido que encajar sin que nadie los celebre. Un elogio y una compasión que no buscan porque va precisamente contra su naturaleza, que no persigue fama ni propaganda, antes al contrario. Pero nada más lejos de mi intención que hacer aquí un «menosprecio de corte y alabanza de aldea», y pronto se dirá por qué.
Entramos en Valencia de las Torres con el sol en su apogeo. Mejor detenerse antes de que el sueño nos juegue una mala pasada. Un viejo gasolinero nos abre los caminos que llevan a la luz del sur y nos dice que en la villa hay donde comer. Entramos en el primer bar, que es también hostal, se llama El Sol y al instante nos espanta por su estruendo . El televisor extraplano y gigante está sintonizado en uno de esos canales que muestras sin cesar videoclips música horrísona, mujeres disfrazadas de putas de cantantes cuya máxima aspiración en la vida parece ser conducir coches de alta gama y vidrios polarizados, vestir ropas horteras y exhibir todo el oro que cabe en cuanto falange y pescuezo tengan libre, y nadie parece prestarle la menor atención, porque además hay una radio encendida, la máquina del café se suma cada tanto al guirigay general y las conversaciones de los acoplados a la barra y los que hacen como que comen en las mesas han de subir el diapasón para completar esa burda representación de un vulgar infierno muy común aquí. Es decir, en España. Somos en la medida que hacemos ruido. Porque el otro, La Terraza , que es también pensión para masoquistas, le disputa el cetro de la matraca. Es festivo, el Día de la Virgen, y se impone celebrar con lo que algunos duros de oído se empeñan en catalogar de música. Golpea sin contemplaciones los oídos de los parroquianos que en tendidos de sol y sombra beben y beben y vuelven a beber como peces arrancados de un río que hace tiempo fue desecado para trazar una autovía que lleve a los vecino de este y otros no-lugares convertidos en suburbios lejos de sus esencias, su falta de expectativas por las reformas jamás acometidas desde que hicimos oídos sordos de Jovellanos, Costa y otros ilustrados empeñados en reformar a los españoles. Nuestros ancestros, nosotros, nuestros hijos, y lo que te rodaré morena.
Seguro que en Valencia de las Torres hay vidas decentes y admirables dignas de ser contadas, pero sus dos bares son el ejemplo palmario de la degradación de un país que adora ensordecerse para no tener que pensar en qué carajo nos estamos convirtiendo. Acabamos volviendo al primero porque en cuanto a decibelios, limpieza y estupidez nos pareció unas décimas más humano, más habitable, menos hiriente que el otro, y eso pese al perchero fabricado graciosamente con patas de jabalí y a la bestia disecada cuya cabeza los sensibles dueños han colgado muy ufanos como trofeo y reclamo sobre la barra del bar. Nuestro glorioso templo, nuestra religión más unánime. Comemos parcamente, bebemos menos y nos vamos con la música a otra parte. Mi amigo Ander Izagirre, a quien le gusta viajar despacio, y caminar, que es la mejor forma de medir el mundo y de no dejar nunca de escuchar al viento, recuerda las palabras de un ilustre viajero y escritor, Colin Thubro n , que en La sombra de la ruta de la seda «explica» que el viajero «va para entrar en contacto con identidades humanas, para poblar un mapa vacío. Siente que se dirige al corazón del mundo. Va porque aún es joven y está ávido de emociones, de oír crujir el polvo bajo sus botas; va porque es viejo y necesita comprender algo antes de que sea demasiado tarde».
¿Lo es? William Faulkner tituló una de su obras más célebres y acaso peor leídas El sonido y la furia (traducido en algunas ocasiones como El sonido y la furia) a partir de un fragmento del acto quinto, escena quinta de Macbeth, en el que se concluye que «la vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no nada significa». La descomposición del linaje de los Compson es relatada en la primera parte por Benyi ( Benjamin Compson , deficiente mental) el 7 de abril de 1928, la segunda por Quentin Compson el 2 de junio de 1910, la tercera por Jason Compson el 6 de abril de 1928 y la última, el 8 de abril de 1928, por un supuesto narrador en tercera persona, pero desde el punto de vista de Dilsey, a sirviente negra de la familia. Como recoge en su extensa reseña la discutible pero siempre disponible Wikipedia , cada uno de los narradores está asociado a uno de los cuatro elementos primordiales, según los cuales Benjy sería la tierra, Quentin el agua, Jason el fuego y Dilsey el aire. Porque Faulkner aspiraba a retratar un mundo, que acabó cuajando, novela a novela, en el imaginario condado de Yoknapatawpha . ¿A eso aspirábamos los periódicos y las revistas cuando respetábamos a rajatabla el pacto con los lectores y no solo empeñábamos nuestra dignidad y nuestro honor en la búsqueda de la verdad, en facilitar un relato del mundo que nos ayudara a darle sentido a nuestras vidas, sino que el reflejo de la realidad fuera complejo, fidedigno, respetuoso con los hechos, o lo que hemos llegado a saber de ellos? ¿Qué dibujo arbitrario estamos ahora haciendo acerca de este condado llamado históricamente España por nuestras carreteras secundarias?
Fue también por eso, aunque uno nunca conoce del todo sus razones, por lo que en Valencia de las Torres modificamos nuestra ruta . Tomamos el camino de Usagre por la EX-202. Volvimos a extasiarnos ante los campos que estuvieron cubiertos de cereales y ahora son rastrojo, adelfas, semilleros de empresas. Nadie a las 15 horas del 15 de agosto. Están los pueblos echando la siesta. En Fuente de los Cantos nos recibe uno de esos hoteles con una gran H que parece un árbol capaz de cobijar una ciudad. Pero está a orillas de la carretera general y eso nos hace temer el insomnio de quien cada noche duerme en una cama distinta, como un forajido, un fuera de la ley, un holandés errante buscándose y perdiéndose cada día, entre el ruido, la furia y la nada. Caen gotas como si prometieran alivio. Pero se trata de un espejismo. Cuatro gotas. La furia del viento no se desata . El cielo muerde de otra forma, como una nube blancuzca que ha pedido los dientes . El arroyo Ardila está tan seco como casi todos. Las encinas se van volviendo más retorcidas y fantasiosas a medida que nos acercamos adonde en ese momento ni siquiera sospechamos que vamos a dormir… mal. Dehesa Casablanca. Pequeñas fincas acotadas con muros de piedra, y encinas de sombra adusta. Es tierra de cerdos negros. Ahí están, dormidos a la sombra de los árboles, sesteando como poetas y filósofos ahítos. Parecen pequeños hipopótamos de secano, o armadillos que se han quitado la coraza para descabezar un sueñecito antes de volver a pasar la tarde buscando algo que comer entre el polvo y el crespúsculo. En cuanto nos huelen se despiertan y vienen a pedir un poco de compasión en forma de comida. Estos animales se nos parecen: son insaciables, les gusta la manada, no se ven feos, y echar la siesta después de comer. Entramos en Segura de León por una calle de adoquines , un ciudadano con el pecho desnudo y pantalón de fatigas de la legión nos orienta. Así entramos en el gran patio del castillo construido bajo los auspicios de la orden de Santiago entre los siglos XIII al XVI. Una dudosa rehabilitación lo ha transformado en un «hotel rural» que promete lo que no da: camas duras y un desayuno que en el espejo historicista parece apetecible y que acaba siendo de aguachirle disfrazado de café, fruta que ha pasado más de una noche en la nevera y tortas de aceite revenidas. Apariencia de un esplendor que no es más que polvo para que nos acostemos como príncipes y despertemos como cerdos. Y sin más furia que un leve hastío. Hay días que no dejan huella.
Noticias relacionadas
- 02/08 El fuego de San Telmo
- 03/08 Donde el mundo se llama Celanova
- 04/08 El castañar de Serafina
- 05/08 El secreto de San Genadio
- 06/08 La novia del minero no tiene miedo
- 07/08 Ermitas de Babia, puentes de la Luna
- 08/08 Homenaje a August Sander y Melchor Gaspar de Jovellanos
- 09/08 Lo verdadero solo lo vemos reflejado
- 10/08 El camino de las avutardas
- 11/08 Toda frontera es artificio
- 12/08 La Compañía de Ferrocarril y Minas de Río Alagón
- 13/08 El exiliado de «El País»
- 14/08 Alcuéscar y las obras de misericordia
- 15/08 Boby y los fantasmas de un palacio que se convirtió en hospital
- 16/08 Sombras de España en un dolmen que no es una metáfora
- 17/08 La casa de wolframio se la comió la maleza
Ver comentarios