TRIBUNA ABIERTA
El gran histrión
Sólo una abrumadora desigualdad en los medios militares a favor del invasor podría aconsejar, para evitar una carnicería, la renuncia transitoria a una defensa con las armas
Rogelio Reyes
El baño de masas que Putin acaba de darse en un moderno estadio moscovita no es sólo la expresión de una egolatría que para sobrevivir necesita ser alimentada de continuo. Es también el epítome de un modo secular de entender la política en los regímenes ... tiránicos o autoritarios, sustentado en la relación teatral que el gobernante suele establecer con los gobernados, una variante del antiguo 'panem et circenses' con la que el príncipe, a la vez que abona su narcisismo, satisface las ansias de unos súbditos necesitados de diversiones. Y sin reparar en posibles ridículos, llegará él mismo a convertirse en el actor principal de esa representación, ya que, al decir de Maquiavelo , «haga el príncipe cuanto debe por dominar y conservar el Estado, que los medios siempre serán considerados justos y benéficos por todos, pues al vulgo lo convencen las apariencias». Tales escenificaciones, auténticos trampantojos cuando son vistos desde la distancia emocional, siguen fascinando a las multitudes de hoy de igual modo que la culta Alemania de los años treinta del pasado siglo oía embelesada la relampagueante retórica de Hitler en los grandes fastos del nacionalsocialismo o la refinada Italia asistía entregada al histrionismo de Mussolini desde el balcón de la romana Piazza Venezia. Y lo mismo puede decirse de los regímenes comunistas, en los que la supresión de toda discrepancia se resuelve en el culto al líder, elevado a los altares laicos por obra del adoctrinamiento totalitario.
Contra el ingenuo parecer de la población europea de los últimos años, cada día más alejada de su herencia cristiana y abocada a un delicuescente buenismo que destierra de su mente la existencia del dolor, del mal y del pecado, la realidad nos ha sacudido de súbito con dos vaivenes que nos han hecho tomar conciencia de la torpeza de esa seráfica deriva. Una —los estragos del virus que todavía nos azota— ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de la condición humana, más confiada en los prodigios de la tecnología que en el soporte moral de la persona. Y la otra —una guerra de conquista que reproduce las mismas atrocidades de todas las guerras que en el mundo han sido—, ha evidenciado igualmente que el mal sigue acechando la vida del hombre como un peligro cotidiano que hay que saber conjurar con las armas del valor y de la justicia, y no con melifluas proclamas pacifistas. Quienes se han sorprendido de la crueldad del jerarca ruso con la población de su vecina Ucrania, pensando que en la moderna Europa la guerra era ya una opción desterrada para siempre del inconsciente colectivo, se olvidaron, sin duda, de que la culpa anida en el corazón del hombre desde su primera desobediencia en el Paraíso.
Que la guerra es una de las mayores necedades del género humano ya lo proclamó Erasmo en su 'Elogio de la locura' con su penetrante lucidez de auténtico humanista cuando dijo que en toda guerra los dos bandos en liza «siempre sacan más perjuicio que provecho». Pero cuando esa guerra le viene impuesta a un pueblo por la avaricia o la maldad ajenas éste podrá entrar legítimamente en la contienda por un auténtico imperativo moral. Es sin la menor duda uno de los casos de la llamada 'guerra justa'. Sólo una abrumadora desigualdad en los medios militares a favor del invasor podría aconsejar, para evitar una carnicería, la renuncia transitoria a una defensa con las armas.
La ignominiosa invasión de Ucrania, con su secuela de muertes civiles y su dramática hilera de refugiados, no es sólo, como tantas veces se repite, la cruel desmesura de un psicópata sino el destilado del mal en estado puro, la plasmación de una operación mental fríamente planificada por más de una persona, como siempre acaece en todas las guerras de conquista. Atribuirla a la iniciativa de un solo hombre es, a mi parecer, un modo de atenuar la responsabilidad de cuantos comparten sus mismas ideas y las ponen en práctica ; una forma de diluir la maldad que también se esconde en la 'nomenclatura' de todo régimen tiránico.
La escenificación de esa política corresponderá, sin embargo, en exclusiva al líder, gran histrión en una puesta en escena que reclama la adhesión de un pueblo previamente adoctrinado por la propaganda oficial. Tal es el caso de Vladimir Putin, que ha logrado insuflar en sus súbditos la ilusión imperial de la vieja Rusia y de la extinta Unión Soviética. A cambio, y para mantener viva esa ilusión, ha de posar una y otra vez en la escena del reconocimiento público. El gran histrión necesitará de la masa humana que arropa su imagen, y ésta, a su vez, urgirá la teatralidad del líder para perseverar en su delirio. Dios nos libre de los gobernantes histriónicos y de las masas delirantes.
ROGELIO REYES CANO ES CATEDRÁTICO EMÉRITO DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA
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