el placer es mío

El secuestro del Nakatomi

Desaparecida del fondo de las políticas, la ideología es sólo su retórica y su filo, un arma que se blande para que los ciudadanos nos creamos que a los dirigentes públicos les mueve algo elevado

La política occidental se alimenta de dos fantasías. La primera es que su actuación resulta trascendente para el bienestar de los ciudadanos. En realidad, dándose ciertas condiciones básicas -la seguridad jurídica, la alternancia en el gobierno, la economía de mercado y la igualdad de oportunidades-, ... la calidad de vida de las personas depende mucho más de sí mismas que de la intervención de los dirigentes públicos. El segundo espejismo es que sus decisiones (la de estos dirigentes) vienen determinadas por la ideología. Tampoco es así. El ejercicio práctico de la política se parece bastante a la famosa frase atribuida a Groucho Marx: si no le gustan mis principios, tengo otros. A la hora de la verdad, la ideología, al poder, se la refanfinfla.

En estas últimas semanas hemos sido en nuestro país testigos de varias noticias que demuestran hasta qué punto esto es así. La más sonada ha sido el nuevo modelo de financiación que Sánchez y Montero han pactado con Illa para pagar el apoyo del independentismo catalán. Modelo que supone la concesión de la autonomía fiscal para esta comunidad y que, de implantarse, significaría el agravamiento de la desigualdad territorial en nuestro país, pues las comunidades más desfavorecidas serían las peor financiadas.

Si se tiene en cuenta que el socialismo es una ideología que hace bandera precisamente de la justicia social, de la solidaridad entre personas y territorios, de la protección de los desfavorecidos y de la contribución fiscal progresiva a los servicios públicos, debe concluirse inevitablemente que lo que ha pesado la ideología en este acuerdo ignominioso, en una escala del cero al diez, es un absoluto cero patatero. En las cesiones al nacionalismo catalán, ni siquiera el medio ambiente se libra de esta claudicación ideológica. Los socialistas de la transición energética de Moncloa están dispuestos a regalar incluso una singularidad nuclear catalana.

Con respecto a ERC, partido al que se le supone una ideología de izquierdas, en el fondo, comparte el mismo planteamiento que Junts. Y no lo digo por el independentismo, sino por la pasta. Frente a estos dos partidos supremacistas, es difícil que un andaluz cualquiera no se sienta tan decepcionado como el empresario Joe Takagi, dueño del edificio Nakatomi Plaza, en la memorable primera edición de la Jungla de Cristal, cuando descubre que los supuestos terroristas que han tomado por la fuerza la sede de su empresa, en realidad no tienen ninguna reivindicación política: lo que iban buscando son los millones de dólares en bonos al portador de la caja fuerte.

La ideología tiene un valor, sí, pero no como brújula de las políticas públicas, sino como camiseta para distinguir bandos. Más que un ideario, es un color y un logotipo. No se salva el medio ambiente de esta indistinción ideológica y no se salva siquiera la democracia. Aún más reveladora de hasta qué punto los principios están ausentes del ejercicio del poder ha sido la decisión del Gobierno español de adjudicar la gestión del almacenamiento de las escuchas judiciales a Huawei, compañía china sujeta a las leyes nacionales de inteligencia y por tanto obligada a compartir con el Estado totalitario chino toda la información que este le demande.

Si la ideología fuera realmente relevante, como nos quieren hacer creer, sería inconcebible que un Gobierno democrático adjudicara concurso público alguno –y menos una licitación de servicios críticos- a una empresa extranjera dependiente de un Estado autoritario. Aparte de un agujero de seguridad, es un agujero de principios. Pero no sólo es España. Los valores democráticos cada vez pintan menos en las relaciones internacionales de los Estados occidentales, que se deslizan por la peligrosa pendiente del multilateralismo: eufemismo con el que se bendicen las alianzas oportunistas entre países separados por un abismo ideológico y cultural, mientras se anatemizan las antiguas políticas de bloques, basadas en valores políticos compartidos que se sobreponían a los volátiles y coyunturales intereses comerciales.

De modo que la omnipresente ideología es, sin embargo, cada vez en mayor medida, la más ausente de nuestro mundo. Desaparecida del fondo de las políticas, es sólo su retórica y su filo, un arma que se blande para que los incautos ciudadanos nos creamos que a esos que han tomado el Nakatomi Plaza les mueve algo elevado, y no algo tan prosaico como el dinero y el poder. Ambas sí que son las dos grandes motivaciones políticas desde que el mundo es mundo y Hobbes nos explicó cómo se mueve.

Obtener el poder y conservarlo. Estas son las únicas reglas bajo las que se rige la actividad política. La ideología es una prestidigitación para distraer al público.

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