El milagro de la presa de Bommel: el solitario Tercio español que arrasó a un ejército sobre aguas heladas
El de Ucrania no es el primer dique que se utiliza como arma, en las guerras que Felipe II libró en los Países Bajos a pica y arcabuz estos ataques se replicaron en lugares como en Zierikzee o Amberes
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Iniciar sesiónPuede que escueza, pero toca asumirlo: la historia es cíclica. Y lo que sucedió el pasado martes en Ucrania –donde Kiev y Moscú se acusan mutuamente de reventar una presa en mitad de una guerra que dista mucho de acabar– no es una excepción. ... Como los fusiles o las espadas roperas, los diques y el líquido elemento que contienen han sido armas de guerra desde hace siglos. «En la Guerra de los Ochenta años, que enfrentó a Felipe II contra los rebeldes holandeses en el siglo XVI, era habitual hacerlos estallar o abrirlos para bloquear al enemigo, ralentizar su avance o dificultar la llegada de vituallas y refuerzos».
El que habla a la grabadora de ABC es José Luis Hernández Garvi, autor de 'Asedios en la Guerra de Flandes' (Ediciones Tercios Viejos). Así que sabe lo que dice. El experto sostiene que la especial orografía de Holanda, vertebrada a golpe de ríos, y la multiplicación de los interminables sitios a las urbes provocaron que los unos y los otros hicieran mil esfuerzos para tener el control de las aguas. «La lista es extensísima. Se atacaron y se intentaron conquistar presas en asedios como Zierikzee o Amberes, entre otros. Sobre el río Escalda también hubo batallas para lograr la supremacía», explica a este diario.
Tal fue la importancia de los ríos, que se atreve a señalar que, en la Guerra de Flandes, los Tercios se convirtieron en unidades cuasi anfibias. «Tenían que estar preparados para sortear los obstáculos naturales, los canales, los grandes ríos... Los españoles contaban con unidades de pontoneros, construyeron pequeñas flotillas de gabarras para poder moverse en estas zonas inundadas... Estaban preparados para todo», apostilla.
Así aplastaron los Tercios españoles la aberrante (y extremadamente cara) arma secreta ideada para salvar Amberes
Manuel P. VillatoroEl 'Carantamaula', un buque colosal ideado por el ingeniero italiano Giambelli, embarrancó en 1585 mientras intentaba romper el sitio de Amberes
En lo que no está de acuerdo es en calificar este tipo de ataques como terroristas. «Es un recurso utilizado en toda la historia de la humanidad. Al ser una infraestructura civil tiene ciertas connotaciones negativas, pero no tan exageradas. Salvando las distancias, es lo mismo que acabar con un puente, una carretera o centrales eléctricas para dificultar el suministro a la población», insiste. Más bien le parece una táctica de tierra quemada, como la que utilizaron las tropas rusas en Siria.
Aunque, si Garvi tuviese que escoger una batalla dentro de la Guerra de los Ochenta Años en la que las presas hayan tenido una importancia supina, lo tiene claro: el milagro de Empel, acaecido el 8 de diciembre de 1585 en la pequeña isla holandesa con el mismo nombre. Un episodio protagonizado por los miembros del Tercio de Bobadilla. Harapientos, sin provisiones, y cercados por las aguas de un dique, a los soldados españoles no les quedó otra solución que rezar pidiendo un milagro… y eso fue lo que obtuvieron. Aquella noche, uno de los ríos limítrofes se congeló permitiendo a los defensores cargar contra los enemigos y obtener una victoria por la que nadie hubiera dado medio escudo de oro.
Llega la guerra
Para llegar a la raíz del conflicto que llevó a estos españoles hasta la isla de Bommel es necesario retroceder en el tiempo hasta 1555. En ese año, Carlos I (V de Alemania) legó a su hijo Felipe II el gobierno de España y de los estados que hoy ocupan en su mayoría los Países Bajos. De esta forma, el monarca cedía las que durante toda su vida habían sido sus tierras predilectas para, después de una larga regencia, retirarse de la vida pública.
Sin embargo, el cambio de gobierno no agradó demasiado a los habitantes de la región, que vieron en Felipe a un rey extranjero que no lucharía por sus intereses. «A diferencia de su padre, Felipe había nacido y se había criado en España, su lengua materna era portuguesa, y desde 1559 hasta su muerte no pisó los Países Bajos. Los flamencos se vieron gobernados por extranjeros», afirman Andrés Más Chao y José María Sánchez de Toca en el volumen 'La infantería en torno al Siglo de Oro' de la obra conjunta 'Historia de la infantería española'.
Las tensiones se hicieron irreconciliables cuando Europa quedó dividida entre los seguidores del 'catolicismo' y los partidarios del nuevo protestantismo que se había extendido por la región flamenca. Sin remedios para evitar un enfrentamiento latente desde hacía varios años, la contienda se materializó cuando las provincias de los Países Bajos se unieron contra Felipe II. Como contrapartida, desde España se inició la movilización de varios Tercios hacia el territorio para, a base de pica y arcabuz, terminar con las pretensiones de independencia rebelde. Acababa de iniciarse la Guerra de los Ochenta años.
Durante décadas se sucedieron centenares de combates en territorio flamenco, los cuales se cobraron miles de vidas y cubos de sangre española. No obstante, todo pareció cambiar con la llegada de algunos líderes militares como Alejandro Farnesio, quien no tuvo reparos en demostrar la capacidad militar de los tercios en decenas de contiendas. Con todo, y a pesar de las victorias hispanas, a finales del siglo XVI todavía eran una infinidad las plazas que estaban en poder de los rebeldes y multitud las que pedían auxilio a los católicos ante la presión enemiga.
Bommel
Cuando Farnesio recuperó Amberes en el verano de 1585, se sintió lo bastante fuerte como para dar el siguiente paso y acudir a las Islas de Gelanda y Holanda, cuyas poblaciones católicas oprimidas por los rebeldes protestantes le pedían auxilio. Una vez tomada la decisión de atacar, Alejandro puso al mando de su ejército al conde Carlos de Mansfelt, que recibió órdenes de dirigirse hacia el norte de Brabante, ubicada en el centro de los Países Bajos, para sofocar las revueltas. A esta fuerza se unió a su vez el Tercio dirigido por el Maestre de Campo Don Francisco de Bobadilla, un militar con una extensa hoja de servicios. Así lo explicó el capitán Alonso Vázquez –contemporáneo de Bobadilla– en su obra 'Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese':
«Ya todos juntos, marchó […] el conde Carlos de Mansfelt con los tres tercios de españoles del coronel Cristóbal de Mondragon, de D. Francisco de Bobadilla y el de Agustín Iñíguez, repartidos en sesenta y una banderas y con la compañía de arcabuceros a caballo de españoles del capitán Juan García de Toledo».
El camino de la fuerza española se detuvo al vislumbrar el río Mosa; el que, con casi 1.000 km de extensión, corta los Países Bajos de este a oeste. Mansfelt, decidido, acuarteló a sus hombres en la orilla meridional y mandó a Bobadilla que ocupara Bommel, una isla –el Bommelward– que cuenta con unos 25 km de este a oeste, 9 de anchura de norte a sur y que está formada por los ríos Mosa y Vaal. Bobadilla cruzó el río con casi 4.000 hombres y tomó este minúsculo terreno de escasa importancia para los rebeldes. A su vez, envió varias patrullas a proteger los diques de contención construidos para evitar que el agua anegara la isla.
Y es que, si el enemigo los tomaba, podría llegar a inundar Bommel y lanzar sobre los españoles toda la potencia contenida de los ríos. Con el terreno conquistado, Mansfelt partió hacia Harpen, a 25 km de la isla, dejando al Maestre de Campo al Mando.
Abrir el dique
Por su parte, los rebeldes no lo dudaron ni un segundo y, aunque la pérdida de la isla de Bommel no significaba ni mucho menos un golpe de efecto, decidieron armarse para dar, por fin, una lección a los Tercios hispanos. Así lo explica Vázquez:
«[Los rebeldes] juntáronse en Holanda y Gelanda y armaron y guarnecieron de muy buena infantería más de doscientos navíos, entre grandes y pequeños, porque viendo las fuerzas españolas encerradas en la isla de Bommel les creció un ánimo extraordinario de anegarlos y deshacerlos y quitar de aquella vez el yugo español que tenían sobre sus hombros».
Al mando de la armada rebelde se distinguía el Conde de Holac, quien, impulsado por el odio a los españoles, ordenó un ataque masivo desde sus buques.
«[A la isla] se arrimaron los rebeldes con su armada y cortaron dos diques junto a la villa de Bommel; pero el que está entre los lugares de Dril y Rosan, que es donde Francisco de Bobadilla tenía alojados y repartidos los tres tercios españoles ya nombrados, no lo pudieron cortar aunque lo intentaron por muchas y diversas partes. […] D. Francisco con su experiencia y valor había repartido las guardias de manera que, aunque los rebeldes acometieran por cualquier parte, hallaran mucha resistencia».
A continuación, y sin ninguna piedad, los rebeldes abrieron los diques que habían conseguido tomar por la fuerza. Así, en apenas unos minutos, el agua se lanzó sobre los tercios españoles con más fuerza que una carga de caballería pesada. Bobadilla, casi sin tiempo de reaccionar, ordenó a sus hombres abandonar el campamento y dirigirse con la mayor celeridad posible hacia una de las posiciones más elevadas de la isla: el monte de Empel. La batalla acababa de comenzar, al igual que el sufrimiento de los soldados de los Tercios quienes, rodeados de buques enemigos y agua, se aprestaron para la defensa decididos a no regalar su vida sin combatir hasta la muerte.
Resistencia
Los defensores fueron aquella noche cañoneados con artillería y mosquetería rebelde hasta la saciedad, algo que aguantaron de forma estoica durante horas. Sin embargo, los decididos miembros de los Tercios devolvieron el fuego y pusieron en fuga a sus enemigos. Se acababa de ganar una pequeña batalla que podría haber decidido la guerra si los españoles hubieran sido derrotados. Por su parte, Holac, asombrado ante la tenacidad del contrario, retiró sus barcos del alcance de las armas católicas.
Aunque habían conseguido detener por el momento a sus enemigos, los infantes españoles sabían que, aislados como estaban en un pequeño monte, tenían muy pocas posibilidades de salir con vida. Por ello, y con el conocimiento de que el paso de los minutos disminuía las posibilidades de escapar con vida de aquella encerrona, Francisco de Bobadilla ordenó a un soldado atravesar el bloqueo en una pequeña barca con varias cartas de auxilio. Entre ellas, se podía distinguir una que tenía como destinatario a Mansfelt, el que más cerca se hallaba del lugar de los hechos.
Al día siguiente, y a sabiendas de que el fuego podía acabar con ellos, los españoles trataron de fortificar el monte para resistir hasta la llegada de refuerzos. El socorro arribó el día 6 cuando Mansfelt envió una carta a Bobadilla proponiéndole un descabellado plan; el conde pretendía asaltar a la flota rebelde con unas escasas 50 embarcaciones en un intento de romper el sitio. Sólo había una remota posibilidad de conseguirlo, pero era la única opción de salvar a los cercados. Bobadilla armó a su vez 9 pleytas –o barcazas– para reforzar el desesperado ataque.
«El jueves 5 de diciembre, por la mañana, llamó el Maestre de campo D. Francisco de Bobadilla a los Sargentos mayores de los tres tercios españoles, y les dio orden de que en las nueve pleytas (tres para cada tercio) embarcasen en cada una diez picas, diez mosqueteros, quince arcabuceros y dos Capitanes escogidos en cada una. Los Capitanes y soldados que los sargentos mayores ya habían señalado para este efecto se confesaron y comulgaron, como siempre que han de pelear lo acostumbra la nación española, y conformados todos de morir o salir con tan honrada empresa, estuvieron esperando la orden y hora en que habían de hacer el efecto».
Pero el asalto nunca se produjo, pues las tropas enemigas, aprovechando su inmensa superioridad numérica y armamentística, arrebataron espada en mano varias posiciones a los defensores. Así, si antes la misión era casi imposible, ahora se convertía en un suicidio. Hambrientos, vestidos con ropas raídas, empapados y superados en todos los frentes, los españoles ya no tenían ningún cartucho al que recurrir. Ahora solo les quedaba morir cómo héroes y dejar una huella imborrable en la Historia llevándose consigo a todos los rebeldes que pudieran.
Un presagio
En la mañana del día 7 todo parecía sentenciado para los soldados españoles. Pero fue entonces cuando uno de los miembros del Tercio encontró algo muy especial. Así lo describió Vázquez:
«Estando un devoto soldado español haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer. Acudieron otros soldados con grandísima alegría y la llevaron y pusieron en una pared de la iglesia».
El hallazgo fue tomado como una señal divina por los soldados que, después de rezar a la Inmaculada Concepción, recuperaron las esperanzas de escapar con vida de aquella trampa mortal.
«El Padre Fray García de Santiesteban hizo luego que todos los soldados le dijesen un Salve, y lo continuaban muy de ordinario. […] Este tesoro tan rico que descubrieron debajo de la tierra fue un divino nuncio del bien (que por intercesión de la Virgen María) esperaban en su bendito día […]. Quedaron tan consolados lo sitiados españoles después de haber dicho la Salve […] que no sentían tanto el hambre».
«Algunos capitanes y soldados […] dijeron que, en caso de que no tuviese efecto lo que se había acordado, se repartiesen en el dique […] y se diesen la batalla matándose unos a otros, porque los rebeldes y enemigos de Dios no triunfasen sobre ellos»
Animados como estaban ahora los miembros del Tercio, Bobadilla tomó la iniciativa y reunió a sus capitanes para decidir cómo actuar. El Maestre de Campo pretendía quemar las banderas, desarmar los cañones y, a continuación, lanzarse en un último y valeroso ataque sobre la armada rebelde hasta derramar la última gota de sangre por España. No obstante, también hubo partidarios de suicidarse y emular la suerte de la conocida Numancia. Así lo narra el cronista:
«A todos les pareció bien la honrada determinación de D. Francisco, aunque algunos Capitanes y soldados […] dijeron que, en caso de que no tuviese efecto lo que se había acordado, se repartiesen en el dique […] y se diesen la batalla matándose unos a otros, porque los rebeldes y enemigos de Dios no triunfasen sobre ellos. [Pero] D. Francisco mandó que no se diesen oídos a aquellas temeridades».
Ese mismo día, Holac envió a varios emisarios para ofrecer una rendición honrosa a los españoles. Tuvo una negativa como respuesta. Los soldados de Bobadilla lo tenían claro: preferían morir en combate rodeados de cientos de enemigos a capitular. Todo quedó visto para sentencia, a la mañana siguiente los miembros del Tercio se lanzarían contra los navíos para librar su última batalla.
Llega el milagro
Al amanecer del 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción, se produjo un acontecimiento que los españoles no dudaron en bautizar como el milagro de Empel: durante la noche, un gélido viento se alzó sobre el río y congeló sus aguas, algo que no había sucedido en Bommel desde hacía muchos años. Aquella jornada el frío se convirtió en un factor militar determinante, pues la inmensa flota rebelde tuvo que abandonar el asedio y retirar sus buques para evitar que se quedaran encallados en el hielo. Por si fuera poco, a la amargura de retirarse se sumó la ingente cantidad de bajas que padecieron ante las armas españolas. Perplejos por la situación, a los soldados de Holac no les quedó más que maldecir durante su repliegue. Valgan las palabras del cronista:
«Cuando los rebeldes iban pasando con sus navíos río abajo les decían a los españoles, en lengua castellana, que no era posible sino que Dios fuera español, pues había usado con ellos un gran milagro».
El día 9, Bobadilla llamó a voz en grito a sus soldados para que tomaran sus picas, mosquetes y arcabuces, pues era hora de aprovechar la ventaja. Decididos, los miembros del Tercio montaron en sus barcazas –más manejables que los grandes barcos rebeldes– con la idea de asaltar los dos fuertes que el enemigo había ubicado en la zona. A su favor tenían que la leve subida de las temperaturas había iniciado el deshielo. Según las crónicas, los combatientes de las primeras embarcaciones se abrieron camino rompiendo, poco a poco, los témpanos con sus remos. Así lo recordó Juan de Valencia, a las órdenes del ataque:
«Lo que se les ordenó y a lo que habían salido era a ganar los fuertes, y que por ningún caso podían dejar la empresa, aunque pereciesen todos en el camino. Valerosa respuesta y honrada determinación, pues deben los que se precian de obedientes capitanes observar las órdenes sin mirar los inconvenientes, y rompiendo los que se ofrecen, aventurarse a cumplir lo que se les encomienda por muy dificultoso que sea».
No obstante, el combate ni siquiera se inició, ya que los rebeldes corrieron para salvar su vida al ver las pleytas hispanas. Con la posición tomada ambos bandos sabían que la contienda había tocado a su fin pues, aunque se produjera un deshielo, los buques de Mansfelt pronto llegarían a socorrer al Tercio de Bobadilla. La batalla había acabado y, para asombro de todos, la victoria pertenecía a los Tercios españoles. Después de este curioso suceso la Inmaculada Concepción fue tomada como la patrona de los Tercios y, años más tarde, de la Infantería española. Y es que, ya fuera por intervención divina o no, lo cierto es que gracias a la moral que les dio su imagen los soldados vivieron para combatir otro día y gritar, una vez más «¡Santiago y cierra España!».
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