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Hitler y Stalin: estas son las canciones que conmovían a los dos dictadores más sanguinarios de la historia

Máximo Pradera desvela en su último libro, ‘Están tocando nuestra canción’, la música que escuchaban estos dos dictadores, entre un buen número de personajes célebres de todos los ámbitos

Montaje de Stalin (izquierda) y Hitler, sobre una coleción de discos ABC

Israel Viana

«Tengo la conciencia tranquila. No es culpa mía si ‘La viuda alegre’ era la opereta favorita de Hitler », comentó después de la Segunda Guerra Mundial Franz Lehár . En su libro ‘Hitler y el poder de la estética’ (2002), el ensayista Frederic Spotts cuenta que, tras la derrota de Stalingrado, al ‘Führer’ le resultaba imposible escuchar a Richard Wagner y que lo único que quería oír era la música del compositor austrohúngaro. Su mayordomo, Heinz Linge, se lo encontró una vez completamente abatido tras haber leído un desastroso parte del frente. En ese momento, le preguntó: «Linge, ¿qué discos hay por ahí?». «Wagner y varias operetas», le contestó su criado. De entre todas ellas, escogió la de Lehár.

Parece ser que en el búnker donde se suicidio en abril de 1945, disponía también de una versión de ‘La viuda negra’ interpretada por el tenor Richard Tauber, acompañado del mismo Lehár, al feente de la Staatspoer de Berlín. Tenía en tal alto concepto esta opereta que, según defendía, podía competir con cualquier ópera de Mozart Weber o su adorado Wagner . Y aunque tanto el líder nazi como el compositor eran austriacos, la mayoría de las relaciones que se dieron entre los dictadores y sus músicos favoritos fueron retorcidas.

En su reciente libro ‘Están tocando nuestra canción’ (Libros del Kultrum, 2022), Máximo Pradera incluye varios ejemplos que dan buena cuenta de ello al hablar también de Stalin y Franco, entre un buen número de personajes célebres de otros ámbitos en relación a la música que escuchaban. «Siempre resulta chocante hablar de la música favorita de asesinos y dictadores porque al ser, para muchos, la más sublime y conmovedora de las artes, nos resistimos a aceptar que tengan la sensibilidad necesaria para apreciar hasta la más vulgar de las melodías. Pero no es así», explica el autor, nieto del miembro fundador de la Falange Española, Rafael Sánchez Mazas, y sobrino del escritor Rafael Sánchez Ferlosio.

La música de Hitler

Lehár, por ejemplo, solía colaborar en sus óperas con libretistas judíos e intentó interceder por Fritz Löhner-Beda o por el barítono Louis Treumann, pero fue inútil. El primero acabó en Auschwitz y el segundo, junto a su mujer, en el campo de concentración de Theresienstadt. Todos muertos. Aunque la música del compositor austriaco era su favorita, no le tembló la mano ni lo más mínimo a la hora de enviar al paredón o a la cámara de gas a los intérpretes que le ayudaban a crearla.

Pero, ¿cómo conocemos la música o los discos que emocionaban a Hiter, Stalin o Franco? La del dictador alemán es quizá la más chocante. Cuatro días después de que el ‘Führer’ se disparara en la sien, un desconocido capitán de la Inteligencia soviética, Lev Besymenski, se dirigía con otros dos oficiales a la sede de la Cancillería del Tercer Reich, en cuyo subsuelo estaba la residencia y el búnker del dictador. La capital alemana se encontraba reducida a escombros tras la conquista de las tropas de Stalin, que habían salido victoriosas de aquella última batalla con sus más de 300.000 muertos en solo dos semanas.

Detrás de varias puertas de acero bajo candado, los soldados rusos encontraron varias cajas llenas de efectos personales del ‘Führer’. Estaban cuidadosamente numeradas y llevaban etiquetas con el lugar al que deberían haber sido enviadas: la fortaleza que Hitler tenía en el sur de Alemania. Al abrirlas, los dos oficiales se quedaron con la cubertería serigrafiada con las iniciales del dictador y otros enseres domésticos. Besymenski eligió su colección de discos. «Eran grabaciones de música clásica interpretadas por las orquestas más importantes de Europa y Alemania y con los mejores solistas de la época. Me sorprendió que hubiera tantos músicos rusos en la colección», apuntaría el capitán en su diario.

Al regresar a Moscú, sin embargo, los escondió en el ático de su casa y jamás habló de ello con nadie, ni tan siquiera con su familia. Fue su hija Alexandra quien los descubrió en una caja por casualidad, en 1991, cuando subió hasta el último piso de la vivienda durante una comida familiar para buscar unas raquetas. Al abrirla, se encontró con cien vinilos con etiquetas azules en las que ponía: «Führerhauptquartier» [sede del Führer]. Al bajar y preguntarle a su padre, que tenía entonces 70 años y se había convertido en un prestigioso historiador, respondió muy escuetamente y hasta disgustado: «Ya ves, son solo discos de pasta, porque ya desde hace tiempo escucho únicamente cedés».

La discografía perdida

Según declaró su hija al semanario alemán ‘Der Spiegel’ , en 2007, su padre se los había llevado porque era un melómano y nunca quiso revelarlo, porque no quería que lo vieran como un saqueador de botines del enemigo. Cuando este murió en 2006, a los 86 años, Alexandra consideró que había llegado el momento de contar aquella historia, que no dejaba de ser asombrosa por el hecho de que el hombre responsable de matar a más de seis millones de judíos en los campos de concentración nazis, en busca de la pureza de la racia aria, resultaba ser un amante de la música judía, además de soviética.

El racismo de Hitler tenía una excepción: la música. Y eso que en ‘Mi Lucha’ , el manifiesto político escrito por el líder nazi, aseguraba convencido que «nunca hubo un arte judío y no lo hay tampoco ahora. Las dos reinas de las artes, la arquitectura y la música, no ganaron nada original con los judíos». Por extraño que parezca, algunos de sus biógrafos veían en este hallazgo una confirmación más del caótico desvarío moral de la ideología nacionalsocialista. En ‘The Times’, el musicólogo especializado en el período nazi de la Universidad de Stanford, James Kennaway, explicó en 2007 que la política musical del Tercer Reich era bastante incoherente: «Se escuchaba al ruso Stravinsky porque era un músico de derechas y a Bartok porque era húngaro y Hungría estaba aliada a Alemania. El único eje realmente unificador era su antisemitismo. En este sentido, lo que sí sorprende es que haya músicos judíos como Schnabel y Huberman entre todo esos discos».

Sabemos que Hitler nunca se perdía un festival dedicado a Wagner y, según declaró alguna vez, alguna de sus óperas la había visto más de cien veces. Durante la época que pasó en Viena, el dictador nazi acudía al teatro casi a diario a escuchar las interpretaciones de las obras de Beethoven, Liszt y Brahms. En principio parecía que solo le interesaba la música alemana. Sin embargo, entre los vinilos hallados por Besymenski se contaban obras de los rusos Alexandre Borodin , Serguéi Rajmáninov y Peter Tchaikovsky . La mayor sorpresa la proporcionó uno de los discos de este último, que incluía una obra del violinista polaco Bronislaw Huberman, quien, debido a su origen judío, debió abandonar Europa tras la invasión alemana.

Estaban también las sonatas para piano ‘Opus 79’ y ‘90’ de Beethoven, la obertura del ‘Holandes errante’, de Wagner y una grabación de la discográfica Electrola con la etiqueta ‘Bajo en ruso con orquesta y coro’. Esta última contenía el aria de la ‘Muerte de Boris Godunoff’, del también compositor ruso Modest Mussorgski , cantada en esta ocasión por Fiódor Chaliapin . En el ‘Diccionario de los judíos en la música’, el musicólogo nacionalsocialista Herbert Gerigk recoge a todos aquellos intérpretes cuyos discos debían ser prohibidos por el Tercer Reich y a los autores que había que perseguir, encarcelar o, incluso, llevar a los campos de concentración.

Los deseos de Stalin

En el caso de los gustos de Stalin encontramos también situaciones curiosas. Cuenta Pradera, que la canción favorita del dictador era ‘Suliko’, que la radio soviética emitía a todas horas, precisamente porque se sabía que a este le encantaba. Una nueva contradicción con sus convicciones políticas, puesto que este tema tradicional comenzaba con un poema del conde Akaki Tsereteli, que pertenecía a la aristocracia georgiana. El líder del proletariado enamorado de un texto de la nobleza que él mismo quería destruir.

Más retorcida aún fue la situación que se dio con el concierto número 23 de Mozart, convertida también en una de sus piezas favoritas desde que la descubrió por la radio, en 1944, en la versión de la gran pianista Mariya Yúdina . Tan impactado quedó Stalin, que nada más apagar el transistor dio la orden a sus esbirros de que le facilitaran la grabación lo antes posible. Sin embargo, había sido interpretada en directo y no se había grabado, por lo que cundió el pánico entre sus hombres.

Esa misma madrugada reclutaron a una orquesta y un director al azar, pero la presión era tan tremenda que este sufrió un ataque de nervios. Los asistentes de Stalin buscaron rápidamente a un segundo aspirante para sacar adelante esa tarea antes de que se hiciera de día y este sufrió, también, un ataque de pánico, consciente de que podía costarle la vida. El tercer candidato lo logró, aunque el dictador no se dio cuenta de que la versión era diferente. Que le gustara no significa que tuviera el oído muy refinado, porque quedó encantado.

Shostakóvich, de amado a odiado

Dmitri Shostakóvich fue, por supuesto, otro de los músicos que fascinó al tirano, al tratarse del responsable de aquella mítica Séptima Sinfonía que escribió como un himno de resistencia contra el cerco de Leningrado perpetrado por Hitler, que mató a un millón y medio de habitantes en solo 872 días. Para muchos, el momento más emocionante de la historia de la música. Según Pradera, el primer movimiento de esta obra está entre los tres temas favoritos de Stalin. Los otros dos serían el último movimiento de la Quinta Sinfonía y ‘La canción del contraplán’, que es parte de la banda sonora de una película propagandística de 1932, que gira en torno a la lucha entre un grupo de trabajadores leales al régimen y otro de saboteadores. .

Sin embargo, el Comité Central de Partido Comunista arremetió contra Shostakóvich y le puso primero en su lista negra por componer una Novena Sinfonía breve, festiva y familiar, en contra de los deseos de Stalin, que quería una música a la medida de Beethoven. «En ese período estuve al borde del suicidio. El peligro me aterrorizaba. No veía ninguna salida. Ya no era señor de mi propia vida. Parecía que mis facultades ya no servían a nadie», reconocía el compositor en sus memorias. Al final se plegó y fue rehabilitado, pero en 1962 volvía a caer en desgracia a causa de la sinfonía número 13, ‘Babi Yar’ , que se refería a las matanzas de judíos en Kiev durante la Segunda Guerra Mundial.

El compositor volvía a hundirse en la miseria, que dos décadas después no estuvieron dispuestos a soportar su hijo y su nieto, también músicos del régimen. Habían pasado seis años de la muerte del gran Shostakóvich cuando decidieron abandonar la Sinfónica de Moscú durante una gira por Alemania Federal y pedir asilo lejos de casa. ‘La saga de los Shostakóvich: de héroes del socialismo a enemigos del pueblo' , rezaba el titular de ABC.

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