Tomates: olerlos para comprar los mejores no sirve de nada
Desde que la industria entró en la agricultura, la calidad dejó paso a la productividad, diluyendo el gusto ancestral de la hortaliza. Aquí algunas de las mejores variedades de España, su historia y apuntes científicos
Calor y alimentación: ¿está prohibido usar huevo fresco en bares y restaurantes?
Madrid
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Iniciar sesiónNo, el olor a tomate –a la planta en realidad, porque su piel es impermeable– no garantiza tener entre las manos un suculento fruto cargado de sabor. Llevarlo a la nariz antes de comprarlo es un gesto en vano. Su organoléptica está ahí, arraigada ... más o menos en nuestra memoria –la edad del comensal influye– y con el calor del verano se activa como un grato recuerdo, pero insatisfecho. Eso sí, por frustrantes piezas tan perfectas y anodinas como insípidas la mayor parte de las veces.
El sabor a esta hortaliza no es un espejismo en el lineal de un supermercado, es casi un derecho en España, con una gran diversidad de variedades locales. Las antiguas, no injertadas, que algunos románticos intentan recuperar desde hace años hablando con los agricultores más longevos, los que prefirieron poco pero bueno -al menos para su autoconsumo doméstico-.
Ellos cuidaron las simientes -desde finales de los años 40 del siglo pasado- de variedades como el gordo, el moruno o el antiguo, en las vegas de Madrid. Del pezón de Venus y del huevo de toro, en el valle del Guadalhorce (Málaga). Del rosa de Arechavaleta (Guipúzcoa) -campeón en muchos concursos del norte-, de piel fina y cargado de jugo. Del también rosa de Izanoa y el de Abanillas, ambos cántabros. O del mutxamelero de Muchamiel, en Alicante, dulce a fuerza del sol mediterráneo. Del Montserrat, orgullo de Cataluña.
También del valenciano de ensalada, criado en suelos arenosos y salinos de la zona de El Perelló, ejemplo de como resistir climas extremos los hace más ricos. Está, asimismo, el más conocido de Barbastro, en Aragón. El tres cantos y San Pedro, de Tudela de Duero (Valladolid). El feo de la otra gran Tudela hortelana, en Navarra. Los de Liétor, en Albacete. Los de colgar -el ramallet o de penjar- que aguantan en perfecto estado de una temporada a otra en Baleares o en pueblos como Alcalá de Chivert, en el Bajo Maestrazgo castellonense. O los de las huertas murcianas de Águilas, Lorca y Mazarrón.
Lo más fácil, en un país en el que los científicos calculan que el 'Solanum lycopersicum' –el nombre científico de la tomatera– se llegó a hibridar hasta lograr cerca de 10.000 variedades, es dejarse centenares de ellos sin citar. España e Italia han desempeñado un papel clave en la creación de nuevas variedades a lo largo de la historia, desde que entraron por Sevilla llegados de Nuevo Mundo. Entonces como algo meramente decorativo y peligroso: se consideró entonces un fruto tóxico. Hasta mediado el siglo XVII no se tiene constancia escrita de su uso en recetas, en diferentes 'artes' de cocina y repostería escritos por dos Juanes: De Altamiras y De la Mata.
Un estudio reciente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad Politécnica de Valencia sitúa en ambos países mediterráneos un «centro secundario de diversidad» –después de América del Sur– que generó numerosos tipos de tomate adaptados a los gustos locales.
Muchos de ellos han desaparecido y otros, tan escasos como singulares, son valorados ahora como verdaderas joyas en la cocina por chefs como Roberto Cabrera, en cuya Huerta de Carabaña –dos espacios en Madrid, en El Corte Inglés de Castellana y de Goya– llegan a cultivar más de 60 variedades de esta hortaliza. O Pepa Muñoz, considerada la 'Dama de rojo' por su pasión por el tomate, que empieza en su propio huerto y termina en el plato de El Qüenco de Pepa, también en la capital. Hay muchos más cocineros que rinden culto a la hortaliza reina del verano: Ignacio Echapresto, en Venta Moncalvillo (Daroca de Rioja); Ricard Camarena en su restaurante homónimo en Valencia; Mario Sandoval, en Coque (Madrid), entre otros.
Un gen, clave en su sabor
Ese citado estudio, publicado el año pasado en una de las revistas de la universidad de Oxford -'Journal of Experimental Botany'-, es tajante: «Casi todas las variedades cultivadas actualmente en el mundo tienen su origen en una de estas dos regiones o en algún cruce entre ellas».
Así lo explica Antonio Monforte, uno de los autores, junto a Antonio Granell. Este último, participó en la identificación en 2012 de uno de los genes responsables del sabor –el GLK2– y de su ausencia cuando sufre una mutación forzada. Esta última, responsabilidad de parte de la industria alimentaria -desde la 'Revolución verde' de los 60 del norteamericano Norman Borlaug, el 'padre de la agricultura moderna'-, formó tomates uniformemente maduros, de piel más gruesa, más duraderos, más 'bonitos' comercialmente, sin partes verdes y por lo tanto incapaces de desarrollar su potencial fotosintético. Este es clave para producir los azúcares, que son al final el 'sabor a tomate' junto con su más o menos discreta acidez.
De hecho, su calidad, en lo puramente gustativo se mide en esa combinación ponderada de ambos sabores. El dulzor se puede calcular, a pie de huerta, con un refractómetro en grados brix como los que usan los enólogos en la viña que determina la cantidad de sacarosa por cada 100 gramos. Algunos tomates pueden llegar al nivel de un melón -entre 10 y 12 grados brix-.
El valor de las variedades antiguas -y ahí están los bancos de germoplasma como prueba- es incuestionable frente a las infértiles, que obligan a los agricultores a comprar a las mismas casas la semilla cada año. Es un gran negocio. Por ejemplo, el popular y bien valorado entre los consumidores raf, que nació en los años 60 en Francia de un cruce entre el marmande y otro tipo importado de Estados Unidos y resistente a un hongo de las tomateras –su nombre viene de ahí: resistente al Fusarium–.
Almería es el gran productor de esta variedad y de otras genéticamente modificadas, necesarias también para las voces críticas que defienden que solo así es posible 'alimentar' a un mundo superpoblado. En la otra cara de la moneda está la pérdida de diversidad de los cultivos –hasta el 75% en todo el mundo– que vienen denunciando, entre otros, los hermanos Roca, de El Celler de Can Roca. A ello se suma la homogeneización de los territorios y el olvido impuesto a la identidad cultural de la cocina y de parte de nuestra memoria.
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No faltará nunca tomate para un gazpacho, un salmorejo cordobés, una porra antequerana, una pipirrana, un machacón manchego, un moje murciano, un pisto, una coca valenciana con piñones o el más sencillo de los manjares, el 'pa amb tomàquet' -pan tumaca-. Sí faltará su sabor, cuando no quede ápice de él en la memoria y solo sea un legendario 'El Dorado' gastronómico.
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