PÁSALO
Torres, ajarcas y aljófares
El oro africano levantó la Buhaira, unos jardines como el de los Montpensier ocho siglos antes
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Iniciar sesiónLa aristócrata andalusí, que exhibió su poder luciendo en la Baena poscalifal el ajuar de oro y plata de las Amarguillas, de pequeña escuchaba embobada los cuentos de las caravanas del desierto y de los poblados mineros de país de Gana donde se afirmaba que ... el oro, como las zanahorias, crecía en la arena y era recogido al amanecer. Sobre las leyendas viejas se construyen los entusiasmos nuevos. Y aquellos cuentos susurrados antes de entregarse vencida al sueño la predisponían para que fueran tranquilos, relajados y serenos. Una caravana de un centenar de camellos que atraviesa el desierto siempre es una estampa seductora. Tanto como el de una nuez con velas buscando tierras ignotas por mares repletos de dragones y corrientes abisales. Los cuentos de las caravanas que cruzaban el mar de arena sahariana, que dejaban en Siyilmasa la sal de las minas de Tagasa y regresaban a Marruecos cargadas de oro en forma de monedas sin acuñar, marfiles, esclavos, dátiles tan dulces como la miel de los oasis de Walata y cueros, nos vinculan al mundo fantástico de las mil y una noches. Es el mundo del oro de los negros, esa geografía de la cultura y el poder económico, que tan divinamente nos explicó el doctor José Luís de Villar en su libro ‘Al Ándalus y las fuentes del oro’.
Una sociedad rica y opulenta como la andalusí de aquellos años del siglo XII lo fue gracias al oro que arrastraban las corrientes impetuosas del Bambuk, el Falémé, el Níger y el Volta Negro. Somos lo que el dinero nos da. Lo que construimos con los metales más nobles. Cuando se agotan, la luz del esplendor se desvanece y las tinieblas del ocaso de una civilización te condenan a la arqueología. Que se lo pregunten a los romanos de Occidente. Que se lo pregunten a la aristócrata de Baena del fabuloso joyero de las Amarguillas del declinante califato cordobés. Que se lo pregunten a los califas almohades que amplían las murallas de Sevilla, levantan la torre del Oro, costean lo baños de la calle Mateos Gago, construyen el puente de barcas, restauran el viejo acueducto de Alcalá de Guadaira y labran el conjunto palaciego y agrícola de la Buhaira, una especie de jardines de Montpensier ochocientos años antes del naranjero. El oro africano hilvana todos estos acontecimientos como una sebka andalusí.
Sevilla fue fuerte y poderosa cuando a su puerto llegaba mineral de Sierra Morena y Rio Tinto, oro del Senegal y, siglos más tarde, plata de Zacatecas y Potosí. Somos el oro y la plata que nos alimentó. El eco de un espejo de plata de Mons Marianus, el oro africano que levantó la Giralda y el carey americano de la cruz más silenciosa de Sevilla. Somos un pasado poderoso contra un presente que no se rinde y, por perseverancia de sus investigadores, ayudamos a poner un robot en Marte, buscando quizás ahora el oro de los marcianos… Si la Torre del Oro tuvo algo que ver con el metal de los dioses fue gracias a África, como las joyas de la aristócrata de Baena que de niña escuchaba las leyendas de las caravanas…
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