Pásalo
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Otros en cambio cuentan las horas que les quedan para caer en el infierno
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Iniciar sesiónEn las maletas que ya estás preparando no cabe ninguna lluvia de estrellas, ni una tarde de reflexión con el horizonte que pinta el mar. Los sueños que envolviste entre tus blusas y pantalones regresan con la languidez de septiembre, ese mes que es pura ... melancolía y huele a bodega oscura. Son las tristes maletas del regreso donde, con suerte, te reincorporarás a la rutina laboral o, sin suerte, a la mucho más penosa rutina de la inactividad y los lunes al sol. Es hora de regresar. Se acabó lo que se daba. Se terminó las largas noches de beberse la vida con una chiva regia, levitar con el perfume del jazmín de la terraza y reír de la mejor forma que uno puede reír: sin preocupación inmediata. Mientras haces las maletas del regreso pactas con los recuerdos más generosos que te regaló el verano, echándolos entre la ropa: quizás una concha que se te reveló en la playa por su anacarado brillo malva, quizás un libro con el que trabaste una amistad duradera durante las beneficiosas horas de molicie bajo la sombrilla, quizás el gozoso trofeo familiar de aquella tarde en la que te internaste en el bosque con tus hijos para entender por qué las bicicletas son para el verano.
Cuentas las horas que te quedan para meterte, muy serio y grave, en el coche, sabiendo que te lleva a un destino fatal. Serás devorado por las tres encías dentadas de la boca de la gran ciudad. El reloj será tu amo. Las obligaciones, tus dueños. La oficina, tu casa. Y entenderás en toda su terrible profundidad la sentencia divina que nos condena a trabajar con el sudor de nuestra frente. Así que estas horas basuras hasta que terminas de hacer las maletas y las llevas al coche para emprender una inmerecida retirada, te valdrán para grabar en tu memoria emocional los impactos más felices de un año que no lo ha sido en absoluto y que, por suerte, pasó por tu lado sin apenas rozarte o rozándote en demasía. La vida es una bebida fuerte a la que tenemos que darle el swing que Charlie Watts le daba a sus muñecas para tocar la batería y conseguir que un estadio sonara a un club de jazz. Lo contrario es perder y perderte. Porque no hay muchas más opciones para ser feliz que intentarlo.
Hablamos de horas. Del tiempo que nos queda en el paraíso. Otros, en cambio, cuentan las horas que les quedan para no caer en el infierno. En el aeropuerto de Kabul no se hacen maletas, ni se meten en los macutos conchas de reluciente nácar, ni la memoria se baña impregnada en perfume de jazmines. En el aeropuerto de Kabul, septiembre anticipa el mes de los difuntos, no huele a bodega oscura y sí al acre hedor del miedo. Allí no hay oficinas a las que ir y el reloj no hace esclavos, sino que marca las horas de tu ejecución. Tu regresas con tus maletas a la rutina. Ellos miran al cielo esperando el avión que los lleve al paraíso que nosotros no acabamos de valorar. Debe ser espantoso que tu vida dependa de un cupo de pasajeros o de la suerte inmensa de haber podido llegar hasta el aeropuerto evitando la masacre. Como cantaba Amaral, ya no nos quedan días de verano. En Kabul el invierno empezó el jueves y es tan frío como el mármol de la morgue donde se apilan los mutilados cuerpos de inocentes que murieron en el infierno…
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