QUEMAR LOS DÍAS
La mala educación
Hemos normalizado la falta de respeto por nosotros mismos
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Iniciar sesiónLlamé a la oficina tributaria para pagar el sello del coche. Era temprano, las ocho y poco. «Esto es increíble, llamar a estas horas», me reprochó el tipo que cogió el teléfono, con tono fastidiado, cuando le di mi nombre y mi DNI. Por poco ... se me cae el móvil de las manos. Comencé a discutir con aquel tipo por su falta absoluta de respeto, y cuando le exigí su nombre para poner una reclamación comenzó a carcajearse. Era mi colega David, el Peluso, amigo mío desde los tiempos de los dientes de leche. Se había quedado absolutamente conmigo.
Pero me produjo inquietud pensar en lo perfectamente factible que hubiera sido que aquella llamada telefónica fuera real. Porque estamos tan hechos a la mala educación que no nos sorprende ya casi nada. Gente que tira la mascarilla usada al suelo, viandantes que escupen sin miramientos sobre la acera, pasajeros sentados en el Metro que no se inmutan cuando entra en el vagón una persona mayor, el ruido insoportable de los jóvenes que portan bafles portátiles regando el viario de repugnante reguetón. En estos casos siempre nos queda la opción del reproche particular, pero cuando la mala educación se normaliza como estilo de gestión ya podemos hacer más bien poco.
El otro día, pasé por la oficina de Correos de la Avenida de la Constitución a recoger un paquete. Recuerdo que en otro tiempo había sitios para sentarse; en lugar de ello, el espacio central de la oficina se ha convertido en una especie de supermercado de productos. Caí en ello cuando vi a una anciana con su andador buscando desesperadamente un sitio donde descansar, mientras esperaba su turno. La anciana tuvo que esperar de pie varios minutos hasta que por fin fue atendida. Me pareció indignante, una absoluta falta de respeto, y recordé la consigna que una vez oí de un director de una sucursal bancaria en una conversación de barra junto a otros colegas: hay que acabar, dijo, con los ancianos en los patios de operaciones; nos hacen perder el tiempo con sus eternas consultas. Si me encontrara nuevamente con aquel director, le daría la enhorabuena, porque lo han conseguido: cuando entras hoy a un banco, es casi imposible tomar asiento. Se han vuelto, como la oficina de Correos del centro, estudiadamente incómodos.
Me sorprende lo rápido que como sociedad hemos asimilado que mantenernos en la zona de confort es algo execrable. Porque percibo que todo se vuelve cada vez más inconfortable. Hasta disfrutar de la calle resulta desapacible: en los bancos públicos, se introducen elementos de separación para evitar que las posturas al sentarnos sean excesivamente relajadas.
Ahora que se acerca la Navidad, con todo su empacho de buenismo, además de felicitarnos, deberíamos desearnos más educación. Porque no descarto que lo que acabe terminando con el género humano no sea el coronavirus sino la falta normalizada de respeto por nosotros mismos.
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