TRIBUNA ABIERTA

Lectura fácil

Hay que luchar para que una simple gestión no requiera un sinfín de relecturas, y, al final, obligue a consultar a un familiar o amigo más ducho en la interpretación de los "papeles"

ABC

Antonio Narbona

Aparte de las no pocas organizaciones de consumidores que luchan por la transparencia, en general, o las consultorías que lo hacen por una «comunicación clara» (el objetivo de Prodigioso Volcán es «facilitar el diálogo entre la Administración y las empresas con las personas», de modo ... que se transmita «de forma fácil, simple y eficaz la información relevante por cualquier canal»), han ido surgiendo algunas, como Lectura Fácil, con el fin específico de «adaptar los documentos a un lenguaje accesible», es decir, acabar con el «retorcimiento» de unos escritos a los que los ciudadanos habrían de acceder sin problema alguno.

Si fácil es, como dice el Diccionario, lo 'que no requiere gran esfuerzo ni capacidad, la lectura no lo es. Lleva tiempo y cuesta llegar a dominarla. Lo dice alguien que, por haber vivido su infancia en un pueblo sevillano sin escuela, no aprendió a leer hasta una edad relativamente tardía. Bien entrado el siglo XX, más del 70 % (¡) de los andaluces eran analfabetos, y aún hoy no son pocos (especialmente entre las mujeres de edad madura) los que tienen muy restringida su capacidad de desentrañar la escritura. En el mundo, pese a ser cada vez más los lectores y mayor su capacidad para leer (otra cosa es qué leen), sigue siendo -tras seis milenios de su «invención»- una actividad de privilegiados. Cuestión distinta, e inquietante, en la que no entro, es que en las últimas décadas la afición a la lectura se esté perdiendo (y no vale echar toda la culpa a las pantallas que permanentemente se tienen en las manos) cuando se llega a la adolescencia.

Quien se adentre en cualquier historia de la lectura (la de Alberto Manguel, 1996, traducida al español dos años después; la dirigida por G. Cavallo y R. Chartier, 1997, cuya versión a nuestra lengua se publicó en 1998; etc.) no tardará en descubrir que están pensadas más desde la óptica del escritor que desde el punto de vista de los receptores, por lo que nos quedamos sin conocer cabalmente los saltos cualitativos de radical importancia que se han ido produciendo, en particular, el paso de la dilatadísima etapa en que se llevaba a cabo «en voz alta» por «profesionales» a la -relativamente «moderna»- personal y «reflexiva».

La creciente variedad y complejidad de los tipos de escritos han obligado a poner en marcha iniciativas (hasta la RAE y el Defensor del Pueblo preparan un acuerdo para potenciar el lenguaje claro) encaminadas a hacer más fácil la lectura de los documentos que afectan directamente al vivir diario e incluso al bolsillo: los administrativos, los que tienen que ver con la ley, los contratos privados… Con otros no ocurre lo mismo. Fuera del ámbito escolar, no se impulsan «agencias» para facilitar la comprensión de textos literarios, por más que en ciertos casos de especial dificultad, como el de Ulises, de J. Joyce, cuyo centenario estamos celebrando en 2022, proliferen las conferencias, charlas o «cursillos» para hacerlo más «digerible». Y las «escuelas» para enseñar a ser autores diestros –célebres, si es posible- vienen a confirmar que leer y escribir no son procesos que caminen paralelamente ni al mismo ritmo. Tampoco conozco asociaciones especializadas en allanar la lectura de ensayos de historia, religión o política, en el análisis crítico de la prensa escrita (es verdad que también se hace en algunos centros de enseñanza), etc.

¡Cómo estar en contra de todo aquello que ayude a desbloquear las mentes de quienes se atascan ante una sentencia, una circular de Hacienda, un simple contrato de compra-venta…! No todo el mundo «ve» de inmediato que, por ejemplo, el largo párrafo inicial de las instrucciones para solicitar el Ingreso Mínimo Vital («Al objeto de facilitar y agilizar la realización de los trámites relativos a la tramitación de las solicitudes del IMV, se informa a la Ciudadanía que no es preciso aportar con la documentación de tal solicitud…») se puede acortar o, mejor, suprimir de un plumazo, sin que pase nada. Hay que luchar para que una simple gestión no requiera un sinfín de relecturas, y, al final, obligue a consultar a un familiar o amigo más ducho en la interpretación de los «papeles».

Cuanta más gente sepa (de verdad) leer, menos necesario resultará tal auxilio externo. Pero facilitando la lectura de unos textos redactados de forma fosilizada y «obscura», no se va a lograr aumentar la competencia lectora de más ciudadanos. Lo que hay que conseguir –si hace falta, «gritando»– es que todos descubran que se pueden elaborar de otro(s) modo(s). El esfuerzo (no altruista) encaminado a facilitar la lectura, debería reorientarse, pues, a lograr que quienes los escriben «aprendan» a hacerlo sin que el resultado sea una carrera de obstáculos para no pocos, los menos afortunados. Lo he intentado en más de una ocasión, y les puedo asegurar que la labor no es fácil. Ni se va a ver facilitada.

Antonio Narbona es catedrático emérito de la Universidad de Sevilla

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