tribuna abierta
La torrija de Proust
En el temblor morado del Jueves Santo una torrija en la Magdalena hace brotar las lágrimas de miel de las muchachas bajo los palios en flor

SEVILLA es todavía una ciudad estado, como lo fueron Génova y Atenas, como acaso solo lo siga siendo Venecia. Su poder, como el de la ciudad de los canales, no es terrenal, ni siquiera espiritual, sino temporal, acontece en un tiempo que, como el que ... perseguía Proust en esa catedral de la literatura que es «En busca del tiempo perdido», parece irremediablemente extinguido. El mecanismo proustiano para recobrar ese tiempo, la llamada memoria involuntaria, adopta en sus siete volúmenes, feliz y recientemente reeditados en traducción de Mauro Armiño por la sevillana editorial El Paseo, mil formas diferentes, pero la levadura del lugar común se ha empeñado en hornear la célebre magdalena, en realidad un bizcocho en forma de concha peregrina. La evocación de un perfume o un sabor, pero también un rayo de sol o una irregularidad en un pavimento, producen en la memoria humana una reviviscencia (aquí un saludo a Juan Ramón Jiménez) que nos transporta exactamente al instante en que sucedió, a la luz con el tiempo dentro. Esto, y la conciencia de que el futuro puede modificar nuestro pasado alterando el recuerdo, y cómo el pasado modifica a su vez nuestro presente, y condiciona el futuro, es el gran descubrimiento psicológico de Proust, que contiende en los albores del siglo XX con la concepción einsteniana y cuántica del tiempo físico y la agustiniana y eternal del tiempo poético en el T. S. Eliot de Los Cuatro Cuartetos: pasado y presente, presentes en el futuro.
Si hubieren llegado ustedes hasta este primer meandro del artículo vaya por delante mi gratitud y mi reconocimiento. Han pasado la prueba y, si aún no fueran lectores de Proust, sepan que están destinados a serlo, reúnen las condiciones para hacer íntimamente suya la obra de quien no dijo en tres mil páginas lo que se podría haber dicho en doscientas sino lo que la humanidad, desde los balbucientes tiempos de Gilgamesh, había tardado cuatro mil años en aprender.
Mi objetivo, sin embargo, es otro, sobre el modelo de la frase proustiana, un arabesco sin fin que hurga en los más profundos pliegues del alma, yo solo quería componer un párrafo que me sirviera como excusa para afirmar que en el eliotiano mes de abril, el menos cruel en la ciudad, Sevilla es un parque temático proustiano. Hay, no se olvide, una plaza dedicada a la Magdalena, tan inmaterial que la iglesia que un día ahí hubo fue trasladada al vecino compás de San Pablo. Las tres cofradías de este lugar, Montserrat, la Quinta Angustia y el Calvario, como una plaza de San Lorenzo de la Puerta de Triana, resucitan en abril el recobrado tiempo del antiguo régimen, la Sevilla pompier de los Montpensier a la que vuelven las oscuras golondrinas de los antifaces, la madreselva de los terciopelos y las ardientes palabras de los pregoneros. En el temblor morado del Jueves Santo una torrija en la Magdalena hace brotar las lágrimas de miel de las muchachas bajo los palios en flor.
«Azahar, luna, música» son las notas del nocturno de Cernuda, el más proustiano de nuestros poetas, junto al Rafael Laffón de la «Sevilla del buen recuerdo», porque este París sevillano, este segundo imperio, tiene su propio parnasianismo de las buenas letras, de Núñez de Herrera a los académicos que perdimos como Romero Murube. En el paroxismo de la paronomasia quizá no sea inconveniente recordar que en primavera la ciudad se «proustituye»; si la feria es un imperio de la luz, la Semana Santa es la celebración del tiempo. Del tiempo pasado donde el sevillano acecha el recuerdo del barrio, la memoria de ceniza de su estirpe; del tiempo presente, que se hace ceniza en las manos del Domingo de Palmas al Sábado de Soledad y del tiempo futuro, de esa magna o romana procesión de los sueños donde no cae la lluvia sobre los ramos. Sobre los tres accidentes del verbo, fui, es, seré, cada habitante de la ciudad estado construye la carrera oficial de su vivencia, pero más al fondo discurre el tiempo de la eternidad. Podrá no haber cofrades, pero siempre habrá Semana Santa porque los Cristos, como solemnes plomadas, apuntan al centro de gravedad de la existencia, porque los nazarenos soportan sobre la cruz, como atlantes, el peso del universo, es decir, de su dolor, porque en la mirada de las vírgenes que buscan en el paño de pureza los pañales de Belén arden las constelaciones, cuando el fuego y la rosa sean uno, cuando el misterio supremo de la muerte en cruz abre en canal las simas del Amor que mueve el Sol y las otras estrellas en el Paraíso de Dante, que, traducido al sevillanés, ¿verdad, Lola Pons?, cernudianamente, proustianamente, vendría a ser el Amor, única luz de la ciudad y el mundo.
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