EN OBSERVACIÓN
El civismo como plebiscito
El sosiego ciudadano ante cualquier sindiós público preocupa a las derechas
Ya éramos rojos y maricones
Fumata negra de ciclo combinado
Confesa y pública, la satisfacción del Gobierno por la magna expresión de civismo del día del apagón es directamente proporcional al mosqueo de las derechas –cobarde o de escopeta y perro, en sus dos modalidades sistémicas– por lo que interpretan como una señal de resignación ... ciudadana que confirma las crecientes tragaderas de la opinión pública ante cualquier tiberio en el que por acción u omisión esté involucrado el Ejecutivo. La frustración conservadora por la serenidad con que los españoles contemplan desde las terrazas y mientras piden otra ronda el deterioro de la vida pública y, yendo al grano que más pica y salpica, de los servicios financiados con sus impuestos conduce al pesimismo. Así no hay manera, lamenta la oposición según aumenta la tolerancia social a la adversidad y surte efecto la vacuna autoinyectable contra el sindiós.
«¡Indignaos!», clamaba el catecismo de la denominada 'democracia real', aquella que en 2011 tomó las calles a lomos de una vulnerabilidad reactiva que las derechas no encuentran por ninguna parte y cuyos caudillos, los del 15-M, gente de Alcampo y coleta, de Garibaldi y 'Bella ciao', no tardaron en integrarse en el 'establishment' de las putas, los enchufes, la hipocresía, el apagón y, tirando del hilo de cobre, cualquier forma de colapso ético o público, moral o estructural. Así no hay forma, rumian las derechas, urbanas o echadas al monte, según se extiende la mancha del conformismo entre un electorado aparentemente curado de espantos y acomodado en la escombrera. Otra ronda a oscuras, hasta que aguante fría la cerveza. Impasible el ademán.
Si rebobinamos la secuencia de las escasas algaradas inducidas o consentidas por las fuerzas conservadoras –predicadoras del mismo civismo que ahora tanto les preocupa, por lo que reconforta al sanchismo– encontramos la revuelta de los cayetanos cuando la pandemia, la romería de los peperos contra Pablo Casado, hasta que lo echaron de Génova, y el rosario de aurora que se montó en Ferraz entre rezos y blasfemias, mix energético que como las anteriores manifestaciones de descontento tuvo un componente folclórico y de desahogo festivo que neutralizó, de haberla, cualquier intención desestabilizadora.
No se le da bien el ejercicio de la democracia real a la derecha, y a Dios gracias. Tenemos fresco en la memoria y en la nevera la carne morena y pintarrajeada de aquel búfalo trumpista, corniabierto y salinero, ya indultado, como Cobradiezmos, que entró en el Capitolio con la divisa del golpismo. En otro orden de cosas, más pontificias, contamos con el antecedente del «santo subito» con que Roma, empadronados o forasteros, consulta irregular, a la buena de Dios, exigió la canonización inmediata de Juan Pablo II, aún de cuerpo presente. Pellizco de monja o tiro al aire, esos desahogos populistas y populacheros han de observarse con la prudencia a la que obliga el manejo de la convivencia. Bastante tenemos con un Gobierno incendiario –«a todos los fachas y ultras de este país» (Óscar López, o Wilde)– para ponernos a buscar fuego cuando se va la luz, estructural o moral.
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