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Tratado de Versalles

Muertos y amenazas: así fueron las tensas y secretas negociaciones en los últimos minutos de la IGM

La ubicación del tren donde se firmó el Armisticio, al norte de París, fue un secreto hasta el último momento, mientras morían miles de soldado innecesariamente. Solo se conservan unas pocas imágenes de la delegación francesa y alemana aquel 11 de noviembre de 1918

Región de la Picardía (Francia), julio de 1916. La batalla del Somme, en torno al río del mismo nombre. Soldados ingleses en sus trincheras tomando un refrigerio después de un combate. Louis Hugelmann

Israel Viana

En la mañana del 9 de noviembre de 1918, dos días antes de que se firmara el Armisticio previo al Tratado de Versalles , los negociadores alemanes habían llegado al bosque de Compiègne (región de Hauts-de-France, Francia) para encontrarse con el mariscal Ferdinand Foch , con el fin de negociar el final de la Gran Guerra . Cuando llegaron al vagón del ferrocarril donde se encontraba el jefe de los ejércitos aliados, era evidente que no llevaban consigo más que el aura de la derrota. «Los vi delante de mí al otro lado de la mesa y dije para mis adentros: “¡He aquí el imperio alemán!”», escribiría más tarde Foch con mucho sarcasmo.

« El cansancio de la guerra », titulaba ABC, dando cuenta de las «postreras sacudidas» que estaba dando el conflicto más mortífero de la historia de la humanidad hasta ese momento: las cifras más pesimistas hablan de 31 millones de fallecidos en cuatro años. Por eso este 28 de junio que se cumplen cien años de la firma del famoso tratado por más de cincuenta países, ABC quiere recordar cómo se gestó el paso previo con la firma del Armisticio en aquel vagón en medio del campo, sin el cual no se hubiera podido finalizar oficialmente la Primera Guerra Mundial .

Se encontraba en una zona discreta de Francia con la que los Aliados quisieron mostrar el mayor respeto a los alemanes, que habían sido derrotados. De hecho, solo se conservan unas pocas imágenes de aquel tenso encuentro, como la que encabeza este artículo, durante cuyas negociaciones no se detuvieron las batallas en el frente occidental. Se calcula que más de 2.500 soldados murieron en las últimas seis horas de la Gran Guerra . Muertes que no se tendrían que haber producido, puesto que ya nada podía cambiar.

Entre 10.000 y 13.000 muertos

En las 24 horas anteriores a la firma fallecieron entre 10.000 y 13.000 soldados. Hombres que tendrían que haber regresado a casa con sus familias, pero cuyos cadáveres quedaron tirados en el campo de batalla de manera innecesaria. El historiador norteamericano Donald Smithe escribe en su biografía del jefe de las fuerzas expedicionarias estadounidenses, el general John J. Pershing («Pershing: General of the Armies»), que «los hombres que murieron o quedaron mutilados en esas últimas horas sufrieron sin necesidad».

Todo el mundo sabía que la paz estaba a punto de llegar. Desde la mañana del 9 de noviembre de 1918 y mientras los representantes de ambos bandos hablaban, en las trincheras se siguieron haciendo prisioneros y muriendo soldados, a pesar de que ya todos en el frente esperaban como agua de mayo que se produjera la maldita firma. Alemania sabía que sus últimos ataques a la desesperada ya no podrían influir en el resultado final. De hecho, más de 363.000 germanos habían sido hechos prisioneros desde agosto por parte de Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Bélgica. Y les habían confiscado, además, más de 6.400 piezas de artillería. Todo eso era una cuarta parte de su ejército en el campo de batalla y la mitad de su material de guerra.

Estaba claro que la capacidad bélica de los germanos agonizaba. Por eso, nada más llegar al vagón, el representante enviado por Berlín, Matthias Erzberger , solicitó inmediatamente un alto el fuego en el frente occidental al general Foch. Quería negociar sin presión los últimos flecos de aquella barbarie: «No. Yo represento aquí a los gobiernos aliados, que ya han impuesto sus condiciones. Las hostilidades no pueden cesar hasta que no se produzca la firma», respondió este. Y los combates continuaron durante dos días más. «La Entente quiere la destrucción del Ejército alemán y el generalísimo Foch lo intenta con nuevos ataques en masa», apuntaba ABC.

«Una nación sufre, pero no muere»

Durante la madrugada del 10 al 11 de noviembre de 1918, los delegados alemanes de Compiègne trabajaron sin parar hasta la firma a las 5.10. «Una nación de 70 millones sufre, pero no muere», justificó Erzberger en el vagón, aunque añadió que los puntos que acababan de firmar provocarían el hambre y la anarquía en Alemania. Y mientras, Foch enviaba rápidamente un mensaje por telegrama y teléfono a todos sus comandantes: «Cesen las hostilidades en todo el frente el 11 de noviembre a las 11 de la mañana, hora francesa».

Sin embargo, las órdenes no debieron quedar lo suficientemente claras, puesto que cada cual hizo lo que creyó conveniente. El comportamiento de la mayoría de los comandantes aliados fue el más humano y lógico: dejar que pasaran las horas tranquilamente en las trincheras y no arriesgar una sola vida más. Pero hubo oficiales irresponsables que quisieron aprovechar la última oportunidad que les quedaba para dar un impulso a su carrera militar. No les importaba que corriera la sangre. Harry Truman , por ejemplo, que fue oficial de artillería en aquella guerra antes de convertirse en presidente de Estados Unidos, fue uno de los que apuró hasta el último momento. Como él mismo recordó años después: «Disparé la batería, según las órdenes, hasta las 10.45. En ese minuto disparé mi último tiro».

En aquellos 15 minutos que transcurrieron entre el último disparo de Truman y el momento exacto en el que finalizó oficialmente el conflicto se produjeron más bajas innecesarias. Una de las más absurdas e incompresibles fue la de Henry Gunther, la última víctima oficial de la Primera Guerra Mundial, que perdió la vida cuando solo quedaba un solo minuto para que entrara en vigor el alto el fuego.

La carta

Este soldado estadounidense de 23 años había sido degradado previamente del rango de sargento por un hecho bastante desafortunado: el contenido de una carta enviada a unos amigos en la que criticaba las condiciones de las tropas en las trincheras y les aconsejaba que no se alistaran al ejército. Pero Gunther tuvo la mala suerte, puesto que aquella misiva fue interceptada por la censores militares y fue castigado.

Aquello hirió tanto su orgullo que en la mañana del 11 de noviembre desobedeció las órdenes de su sargento y, armándose de valor, cargó con su bayoneta para intentar tomar una trinchera enemiga. En su cabeza solo rondaba la idea de volver a hacer méritos para recuperar su rango. Temía ser considerado un traidor por sus compañeros, ya que era hijo de inmigrantes alemanes. Pero ni estos ni los alemanes, que estaban dejando pasar las horas para entregarse sin que hubiese más víctimas, consiguieron detenerle.

Horrorizados, puesto que sabían que la guerra estaba a punto de terminar, avisaron a los estadounidenses para que regresara a sus líneas. Incluso, dispararon varias veces por encima de su cabeza para asustarle y que volviera con su tropa. Pero nada, Gunther siguió avanzando y recibió un disparo que lo mató al instante. El momento de su muerte se registró posteriormente como las 10.59 horas. Curiosamente, se salió con la suya, porque de forma póstuma el Ejército le restauró el grado de sargento.

Más de 60.000 canadienses muertos

Otra de las muertes sin sentido de aquella noche fue la de George Lawrence Price, la última baja canadiense y uno de los 60.661 compatriotas muertos en la Primera Guerra Mundial. Los delegados alemanes y el mariscal Foch se encontraban negociando a toda velocidad cuando su compañía recibió la orden de avanzar desde Frameries (al sur de Mons) hasta Havre. El objetivo: asegurar los puentes que había en el Canal du Centre, lo cual consiguieron en muy pocas horas.

En ese momento, Price y un compañero fueron mandados junto a una patrulla a inspeccionar las casas que había al otro lado del canal. Al llegar, sorprendieron a un grupo de soldados alemanes que estaban montando un nido de ametralladoras. Cuando estos se percataron de su presencia, los germanos iniciaron la huida mientras eran cubiertos por el fuego de varios francotiradores. La mala suerte hizo que una bala alcanzara el pecho a Price. Su muerte también fue instantánea. Exactamente, a las 10.58 horas.

El último soldado francés muerto fue Augustin Trébuchon. Nunca se supo el punto exacto donde fue abatido, pero sí su hora: las 10.50 de la mañana. Se cree que fue en un lugar indeterminado entre el ferrocarril y el río Mosa cerca de Vrigne-Meuse, un pueblo de 350 habitantes de la región de Champaña-Ardenas. La misma localidad donde se desarrollaban las últimas hostilidades del frente occidental.

Trébuchon era un campesino del centro de Francia que llevaba luchando en la guerra desde el principio. Había sobrevivido a cuatro años de bombas y ametralladoras, pero no logró aguantar los últimos diez minutos en los que un disparo inesperado le alcanzó en la cabeza matándolo al instante. Poco después, a las 11.00 en punto, sonó la corneta que anunciaba que la guerra había acabado. Él no la escuchó.

El último inglés muerto

Por último, George Edwin Ellison, el último inglés muerto en combate. Otro trágico e irónico final para un soldado raso, puesto que perdió la vida noventa minutos antes del final, en el mismo lugar donde Inglaterra había sufrido su primera derrota del conflicto: la batalla de Mons, el 23 de agosto de 1914.

Ellison estuvo presente en aquel primer varapalo, pero al igual que los anteriores ejemplos, sobrevivió durante cuatro años a varias batallas tan importantes como las de Ypres, Amentières, Loos, Lens o Cambrai. Una hora y media antes del final, sin embargo, este soldado británico cayó abatido por un disparo enemigo, después de que uno de sus superiores ordenara un último y absurdo ataque a las afueras de la localidad belga de Mons. La idea que tenía en la cabeza era recuperar el control de aquella localidad perdida al comienzo de la guerra. Lo veía como un acto de fuerza simbólico antes de que entrase en vigor el alto al fuego. George Edwin Ellison tenía 40 años.

Como contó el novelista y político escocés John Buchan sobre aquellos últimos instantes, tras su experiencia en la Gran Guerra: «Los oficiales tenían el reloj en la mano y las tropas esperaban con la misma gravedad y compostura con las que habían combatido. Cuando faltaban dos minutos para las 11.00, enfrente de la brigada sudafricana, en el punto más oriental al que habían llegado los ejércitos británicos, vieron a un ametrallador alemán que, después de disparar una cinta entera sin parar, se puso de pie junto a su arma, se quitó el casco, se inclinó y se alejó lentamente hacia la retaguardia». Poco después, las manecillas del reloj marcaron la hora esperada. Buchan, cuyo hermano había muerto en acción dos años antes, escribió: «Se produjo un segundo de silencio expectante y, después, un curioso sonido como un susurro que los observadores que estaban detrás del frente compararon con el ruido de un viento suave. Era el sonido de los hombres que daban vítores desde los Vosgos hasta el mar».

Porn fin, la paz

En el interior del tren que había transitado hasta el bosque de Compiègne, el mariscal Foch, aquel hombre que había dado la vuelta a la Gran Guerra a favor de la Triple Entente, y Matthias Erzberger, el político democristiano alemán que acabaría siendo asesinado en 1921 por unos nacionalistas, firmaron por fin el Armisticio.

Habían sido cuatro largos años en los que la población europea había pasado de la euforia –«nunca el continente había sido más fuerte, rico y hermoso», señaló Stefan Zweig– y la locura belicista, a despeñarse por el precipicio del horror y la destrucción masiva. Por vez primera en la historia, las víctimas civiles suponían dos tercios del total de los caídos en un enfrentamiento militar.

Si no hubiera sido por la firma de Compiègne, los implicados en la mayor guerra que había visto la humanis, los implicados no se habrían puesto a trabajar en el Tratado de Versalles del que hoy celebramos su centenario . Catorce Puntos que trajeron consigo la Nueva Diplomacia, la autodeterminación de los pueblos y el fin de la autocracia, entre otras cosas. Pero también la Sociedad de Naciones, en la que todos los países participarían. El objetivo: ser el foro donde estas resolviesen sus diferencias y conflictos de forma pacífica.

El problema es que muchas minorías quedaron integradas en países que les eran extraños e incluso hostiles. Y que las cláusulas económicas y las reparaciones de guerra eran a todas luces exageradas… En todos los países hubo alguna facción, más o menos numerosa, que creía que se le había escamoteado el premio justo de la victoria o se le hacía pagar por unas culpas que no eran suyas. Todo ellos provocó resentimientos tanto en los países derrotados como en los vencedores, lo que llevó a Hitler y Mussolini, ambos excombatientes, a utilizarlo como excusa para golpear la razón de sus conciudadanos y arrojar al mundo a una nueva guerra, más mortífera aún, en 1939.

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