Morir o triunfar: el único español que sobrevivió a un cayuco
Cuando te subes a un cayuco no piensas en volver a la aldea con las manos vacías. Eso es inconcebible porque mucha gente ha contribuido a financiar tu viaje. Morir o triunfar, no hay término medio: llegar a España o desaparecer en el Atlántico para siempre. Todo lo demás es fracasar
Más de 500 inmigrantes llegan a Canarias en cayucos sólo este domingo

Año 2006. Las islas Canarias empiezan a recibir oleadas de cayucos procedentes de la costa occidental de África. El periodista español Fernando Quintela decide dar un paso más en su trayectoria como reportero de investigación y abordar un fenómeno que empieza a ... poblar las primeras páginas de los periódicos. Su especialidad es infiltrarse en organizaciones criminales y grabarlo todo con cámara oculta: tráfico de armas, narcotráfico, trata de blancas, venta de bebés. La actualidad pone ante sus ojos el siguiente reportaje: las mafias migratorias. Y Quintela decide hacer un reportaje que cuente el proceso completo: desde Sierra Leona hasta el cayuco, y de ahí a Canarias, España, Europa. Para ello, contacta con dos chicos de 22 y 27 años que están dispuestos a intentarlo. Son Kay y Gbssay. El periodista los acompañará en todo momento y se subirá con ellos al cayuco, si es que finalmente logran reunir el dinero y recorrer miles de kilómetros atravesando las fronteras cerradas con Guinea y Senegal hasta Mauritania. Una aventura en la que el reportero no quiere interferir, sino acompañar y observar para contarlo. El destino es el puerto Nouadhibou y, después, la inmensidad del océano.
Diecisiete años después, con las islas Canarias tratando de asumir una nueva oleada de cayucos, Quintela atiende a ABC para relatar aquel episodio, que se convirtió en el relato más crudo de la realidad de miles de migrantes y que le generó profundos daños psicológicos y una enfermedad física crónica. Este relato comienza en el puerto, pocos minutos antes de las doce de la noche. El cielo esta estrellado y el mar en calma. Tras innumerables vicisitudes, chantajes, corrupciones, engaños y una pasta Quintela y sus dos socios han conseguido llegar al punto desde donde esa medianoche el cayuco va a zarpar. El mafioso que se ocupa de ellos aparece con un policía y manda a los dos chicos al fondo del pantalán para que se suban al bote, pero a él le dice que espere. El blanco tiene que pagar. «Le di 200 dólares más. Me respondió con un golpe en la espalda y me dijo: 'Hasta siempre, camina donde han ido ellos ellos y vete'. Y desaparecieron».
Puño al corazón
«El cayuco es de doce por dos metros. Cuando me asomo descubro a 43 tipos acurrucados dentro, todos mirando hacia arriba con esas miradas blancas en un ambiente totalmente oscuro. Me hacen un sitio. Al bajar al cayuco el primer saludo fue de uno de los chavales: choca el puño conmigo y se lo lleva al corazón. Y así van saludándome uno por uno. Yo lo interpreto como una forma de decir 'estás con nosotros, estamos contigo'. Y a las doce en punto salimos en silencio, agachados dentro del cayuco, y cubiertos bajo una lona».
El plan es arriesgado. Desde Nouadhibou hay dos formas de llegar a Canarias: bordear la costa subsahariana hacia el norte hasta alcanzar la latitud de las islas, con el riesgo de ser localizado por patrulleras; o alejarse de la costa mauritana muchas millas hasta alcanzar aguas internacionales para coger rumbo norte hacia las islas. Retar a la Policía o retar al océano. El temor a los policías es tal que eligen la segunda opción.
«Les pregunto si están contentos y algunos me dicen que están felices porque parece que lo hemos conseguido. Kay es muy coherente y me dice 'todavía no, esto no ha hecho más que empezar'. Y a los 15 minutos de navegación se atasca un motor. Tienen que montar el de repuesto: un solo motor de 40 caballos para una travesía de siete u ocho días. Observo que en la popa hay un neumático con carbón para hacer brasas y cocinar arroz. También hay bidones con 700 litros de gasolina y unos 200 litros de agua para 44 personas». Insuficiente para completar la travesía, pero ya están en el mar.
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Cuando el cayuco sale del puerto, Quintela mira al cielo y observa un cielo estrellado; hace una noche estupenda. «Hasta me imagino cosas bonitas y pienso que voy a poder grabar y conseguir unos testimonios fantásticos». Pero el mar se endemonia. «Nada más salir de Cabo Blanco de repente empieza una tormenta de estas que no te puedes ni imaginar. Yo no había visto ni por supuesto sufrido algo así en mi vida. Empieza una tormenta eléctrica de lluvia y a los dos minutos estamos inundados. La noche es un absoluto infierno, batallando contra las olas. No puedo decir si sale despedido alguien o no, porque yo no veo y empezamos a marearnos. Vomitamos por turnos y cuando me toca intento hacerlo educadamente por la borda, como si estuviera en un crucero. Una de las olas casi me lleva por delante, pero tengo la suerte de que uno de los chicos me agarra por las piernas y consigo quedarme dentro. Al final nos apostamos todos en el fondo del cayuco sentados, apretados unos contra otros y vomitamos sobre los demás. Aquello se convierte en un mareo de miedo, asco y confusión».
Las olas de cinco a ocho metros llegan de todas direcciones, y el capitán es incapaz de surfearlas. «Empiezan los golpes contra el cayuco, son olas impensables para una embarcación que en el mar es una cáscara de pipa». En ese caos, Quintela se acuerda de la advertencia que semanas atrás le hizo un capitán de la marina mercante: «La primera ola te puede hacer gracia, la segunda ya no la aguantas». «Con los golpes empiezas a destrozarte el cuerpo y acabas perdiendo la noción del tiempo. Me doy un golpe en la cabeza que me provoca alucinaciones, y veo como Kay sale despedido y se da un golpe tremendo. Creo que ha muerto, pero acaba reaccionando. Al final de la noche todos estamos rendidos y entregados. Nunca antes en mi vida había rezado con tanta convicción y con tanta espontaneidad como esa noche. Estoy convencido de que vamos a morir todos y de que no hay nada que hacer. Hay un momento que digo: «Que sea lo que Dios quiera y a lo mejor mañana amanece con el mar en calma».
Llamada de rescate
«Cuando llamé se montó una pelea. Un grupo no quería el rescate: 'Hemos fracasado'. Lanzaron a dos personas por la borda. Escuché el sonido de la muerte»
Llega el primer rayo de sol, pero el mar no cesa, y la tormenta va a más a pesar de que sí había ciertos momentos de sol. Quintela intenta rescatar las cámaras, pero ninguna funciona. «En los momentos en los que el mar da una tregua intento grabar unos vídeos, pero la gente está ya cansada y el líder del grupo me dice que ya está bien». En ese momento, Kay vuelve a salir despedido y se da otro golpazo con la cabeza que lo deja medio muerto. Cuando reacciona empieza a gritar y contagia a los demás. Se monta un lío en el cayuco. «Tengo miedo», grita Kay, «nos vamos a morir, no me quiero morir, qué estamos haciendo». Kay sabe que Quintela lleva un teléfono satélite. «En el GPS yo veo que el cayuco ha salido a mar abierto unas 80 millas y ahí empieza a dar vueltas sobre sí mismo. Es decir, el capitán, el que maneja el timón, no sabe por dónde andamos ni sabe qué ruta hemos tomado y según el GPS quedaban 600-700 millas náuticas para llegar a destino. En ese momento, Kay me dice: 'Por favor, llama, por favor, llama. Que vengan a rescatarnos'.
El instante decisivo
En una embarcación inundada y compartida con 43 personas desesperadas, bajo una tormenta que sigue arreciando, el periodista debe tomar una decisión. Sabe que llamar supone violar el compromiso adquirido inicialmente: triunfar o morir. Si son rescatados, los 43 migrantes que le acompañan vivirán, pero serán devueltos a sus países de origen. Habrán fracasado. Él, sin embargo, volverá tarde o temprano a España y a la calidez de su vida anterior.
«Aguanto lo que puedo, pero al final el miedo me puede y enciendo el teléfono. Veo que funciona y tiene grabado un teléfono en España, el del periodista Melchor Miralles, director de El Mundo TV. Melchor sabe que si suena el teléfono es que hay un problema. Cuando descuelga, Melchor escucha el desastre de los gritos que hay de ambiente y yo, que estoy desesperado, solo acierto a decirle: 'Sácame de este puto infierno'. Es una frase muy egoísta. Él me pregunta '¿dónde estáis, dónde estáis?' Yo solo acierto a leerle una serie de números que él anota en una carpeta. Y ya no puedo volver a hablar con Melchor, pero el teléfono de repente suena otra vez y es el delegado del Gobierno en Canarias: 'Dile a quien maneje el timón que vaya hacia el sur'».
Pelea a muerte en alta mar
Mientras tanto, en el cayuco se monta una pelea porque un grupo dice que no tenía que haber hecho esta llamada: «Hemos fracasado», le gritan. Otros son favorables: «No me quiero morir, has hecho bien en hacer la llamada». «En esa pelea matan a dos personas, se cargan a dos tíos: los tiran por la borda, uno de los momentos más dramáticos que conservo en mi memoria. No es lo mismo ver cómo matan a una persona en una guerra, situaciones que yo ya había vivido. En esta ocasión yo soy partícipe junto con ellos de una aventura, o de una locura, y estoy convencido que yo soy el siguiente en caer por la borda. De repente ves a dos tipos que desaparecen en el mar. Los intentos de mantenerse a flote de unas personas que saben nadar. Y el sonido de la muerte: una cosa es ver cómo matan a alguien y otra cosa es escuchar cómo muere alguien. Mueren rápido, no puedo decirte si son 5 o 10 segundos, pero aquello para mí es un trauma irrecuperable. Estuve en tratamiento psiquiátrico, pero el trauma no se supera: aprendes a convivir con él, pero cíclicamente lo revives mediante pesadillas, mediante tu estado de ánimo, mediante incomprensión de la gente a la que se lo cuentes».

Transcurridos 17 años, Quintela ve la aventura del cayuco como una experiencia «dramática», pero «positiva en mi crecimiento personal». Aunque está convencido, e insiste mucho en ello, que aquel día adquirió una deuda con aquellas personas que decidieron embarcarse en aquel cayuco. «La frase de 'aquí tenemos dos opciones, triunfar o morir'. Si yo quería contar de verdad aquello y transmitir lo que siente un emigrante cuando se juega la vida de esta manera yo tenía que haber asumido también esas dos premisas: o llego a Canarias o me muero con ellos. Y yo no admití la posibilidad de morir con ellos, porque yo en España tenía una vida acomodada. Entonces, ¿por qué me la iba a jugar yo? Ahí entiendo que les fallé y fallé a mi propio compromiso personal de 'estoy con vosotros', ese puño llevado al corazón del inicio, esa premisa la rompí».
El rescate
Primero llega un avión, que los migrantes piensan que es marroquí. Más tensión en la embarcación porque Quintela ha desvelado su posición. Luego un helicóptero, que también se va. Hasta que a las pocas horas aparece la patrullera río Duero, que en mitad de la marejada intenta acercarse con un altavoz, pero la maniobra es demasiado peligrosa. Se alejan y bajan una zodiac, mucho más asequible para organizar el rescate. «Desde la zodiac van dando órdenes para organizar grupos. A mí me dicen 'Fernando quédate en la proa, no le des la espalda a nadie y serás el último en desembarcar'. Tienen miedo de que alguien en algún momento me empuje al agua. Tras varios viajes llega mi momento. Al ir a saltar noto que se me ha atascado una pierna, la izquierda. Miro a ver dónde he metido el pie y lo que descubro es a un niño agarrado a la pierna. Sale de una de las lonas que cubren la embarcación, encogido, y es incapaz de hablar y de moverse. Somos los dos últimos en salir del cayuco del infierno«. La aventura ha durado 16 horas. Pocos minutos después, las cámaras de la patrullera graban como el cayuco se hunde en el fondo del océano Atlántico. Para siempre.
A pesar de que su presencia les salvó la vida, Quintela siente que tiene una deuda con los 41 tripulantes que sobrevivieron al cayuco. Y quita mérito al trabajo realizado, pero ningún occidental antes que él ha conseguido comprender las motivaciones de una persona que decide migrar y jugarse la vida cruzando el mar. Y nadie cómo él ha relatado el infierno en que se puede convertir una aventura que en un número desconocido de casos acaba en el fondo del océano.
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