Marlene Dietrich, cien años de uno de los más grandes mitos creados por el cine
Hoy hace cien años que nacía en Berlín Marlene Dietrich, uno de los más grandes y perdurables mitos cincelados por esa descomunal fábrica de sueños que es el cine. A estas páginas que recorren la vida y el brillo de la actriz legendaria, se unen las que el próximo sábado le dedica ABC Cultural, encabezadas por un artículo de Guillermo Cabrera Infante.
Se asomó al mundo hace cien años, en un Berlín tapizado de nieve y traspasado por el susurrar de ramas bailarinas. Poseía los atributos propios de una mujer hermosa y sensual, pero el tiempo demostró que Marie Magdalene Von Lesh también podía pasar por alguien ... mandón y cáustico, irónico y cínico. En realidad era las dos cosas: un ser humano en el sentido más absoluto, capaz de amar por igual a hombres y mujeres.
Creció en un ambiente de aire provinciano, sombrío, huérfano de esa distinción y esa elegancia con que luego espolvorearía las arrobadas pupilas del planeta. A su padre, un militar prusiano, se lo tragaron las fauces de la Gran Guerra, como a muchos caballeros poseídos por el anhelo de convertirse en héroes.Mientras resonaba el cañoneo racheado, Marlene daba clases de violín, piano y danza. Dicen que ya tenía una voluntad de hierro, un sentido del orden, de la disciplina y de la responsabilidad, heredado de una madre recia, enérgica, laboriosa, realista. Este carácter le ayuda a abrirse camino en el peligroso y «chacalizado» manigual de las bambalinas. En el albor de los veinte, pasea su figura por los escenarios de los cabarets berlineses y también interviene en películas de bajo presupuesto, en las que encarna papeles difusos y evanescentes, como el humo de sus cigarros, que no le dan gloria y sí mucha amargura. El aspecto de la Dietrich, por estas fechas nada hace presagiar su coronación como emperatriz del «glamour», como campeona de esa extravagancia ribeteada de decadencia y exotismo insolentes. Es carirredonda, algo rolliza; sus pómulos, chatos como llanuras, carecen de esa expresión rotunda y elocuente que adquiririrán más adelante y que tanto suspiros harán florecer en los pechos tanto masculinos como femeninos.
VON STERNBERG, ESCULTOR DEL MITO
En 1923, contrae matrimonio con Rudolf Sieber, productor y guionista de cine. El fruto de esta unión será María Riva, su única hija y autora, al poco tiempo de la muerte de su madre, de una polémica biografía sobre el mito.
El maestro Joseph von Sternberg milagrosamente la descubre en una función de baja estofa. Decide llevársela y transmutarla en diamante, algo que consigue en «El Ángel Azul», en 1929. En este filme, Marlene muestra por primera vez ante una cámara el atributo que la hará celebre: sus fabulosas y milagrosas piernas, monumento extraordinario a la carnalidad. Pese a su relativamente corto papel, tras el estreno todo el mundo habla de la nueva estrella.
Pocos meses después, corre ya el año 30, vuela con Von Sternberg, su mentor hacia Hollywood. En Alemania ha dejado a su marido y a su hija. Bajo el sol de California, al arrullo del Pacífico, Marlene adelgaza; sus facciones se afilan, su silueta, más estilizada, gana distinción y expresividad. Ha caído en manos de la Paramount, que la mima y le brinda un trato de diva. Ese mismo año protagoniza «Marruecos», junto a un imberbe Gary Cooper, del cual dijo una vez que sólo tenía belleza, pero no inteligencia. Después vendrán más películas. Sus primeros destellos se tornan en deslumbrantes fulgores de astro. En 1935, tras siete filmes con Von Sternberg, Marlene rompe su relación profesional con el cineasta. Mientras tanto, en Alemania, los nazis instalan un infierno en el corazón de Europa. La Dietrich censura de forma inequívoca el régimen de Hitler. Su compromiso con el ideario democrático y liberal la lleva a hacerse ciudadana estadounidense en 1937 y a ofrecer unas actuaciones para entretener a las tropas aliadas durante la II Guerra Mundial. Algunos alemanes jamás le perdonaron su colaboración con el «enemigo».
Durante las décadas posteriores, despilfarra su aura de mujer fatal en películas de desigual fortuna y calidad, donde se troquela definitivamente el mito: ojos velados por un cendal de humo emanado de un largo cigarro que sostiene con dedos largos, dedos que ora espantan de la frente un sedoso mechón de pelo, dedos que ora se aposentan en las caderas mientras de su garganta brotan con una aspereza tamizada en alcohol viejas canciones donde se refugia la nostalgia; pero siempre sus piernas, sus admirables extremediades emergiendo de la cueva de un vestido de muselina salpicado de lentejuelas y hendiendo el aire asperjado de deseo y hastío de un cabaret de posguerra («Berlín-Occidente»), o de una cantina del «Far West» («Encubridora»).
Paralelamente, alimenta su leyenda de amante andrógina. Estrellas del celuloide, tanto hombres como mujeres, caen en su nido de amor. Sin embargo, el nido de amor de la Dietrich es más un santuario de ternura y cariño que un cráter de sexualidad. Separada de su marido, la actriz siente una suerte de repulsión hacia las relaciones carnales en su más primitiva expresión.
ADIÓS AL MUNDO
A partir de los 60, compatibiliza sus actuaciones musicales con sus intrepretaciones en el cine, que van siendo más escasas. Desde entonces hasta que se encierra en su residencia parisina de la calle Montaigne, donde exhalará su último aliento, Marlene es objeto de numerosos homenajes, recibe condecoraciones, viaja a ciudades donde es recibida como una diosa, y, además, es abuela, algo que la llena de orgullo.
Sus últimos años los pasa recluida con libros de literatura y con recuerdos, muchos recuerdos, y con desencantos, muchos desencantos. Una larga película debió de proyectarse en su viejo pero lúcido cerebro durante su final. Una larga película en la que asomarían rostros revestidos de dolor, de alegría; soles turbios en el cielo de Berlín reverberando en el Reichtag, lunas gordas y macizas en el cielo listado de palmeras de Beverly Hills; sábanas empapadas por el sudor más famoso de Hollywood; platós invadidos de envidia y vanidad; días, en fin, donde la lluvia del éxito debió de entremezclarse con el barro de la derrota y de la frustración.
Una tarde de mayo de 1972, con un París cobreado por las brochas del crepúsculo, Marlene Dietrich dio por concluida su visita a este mundo y regresó a la Eternidad, donde siempre ha permanecido.
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