Marlene, caricia y latigazo
ESCULPIR la carne. Esa fue la tarea, inverosímil y cruel, que se propuso Josef von Sternberg cuando descubrió a la joven Marlene Dietrich, durante las pruebas de selección de reparto que precedieron al rodaje de «El ángel azul». Von Sternberg ya había logrado, para entonces, ... encumbrar el cine a las cúspides de la máxima expresividad estética, en títulos como «Los muelles de Nueva York»; cuando entrelazó sus días con los de Marlene Dietrich no aspiraba meramente a procurar otras películas más o menos memorables a la posteridad, sino que codiciaba convertirse en un nuevo Pigmalión. La misión del arte, en la mayoría de las ocasiones, no es otra que reproducir pálidamente la vida; contra esta misión vicaria se rebelaba Von Sternberg, que pretendía suplantar el temblor originario de la vida misma, sometiéndolo al dictado de su fantasía mórbida y barroca. Marlene Dietrich fue la víctima y el premio de tanta arrogancia.
A lo largo de siete películas que hoy contemplamos con perplejidad y veneración, asistimos a la transformación paulatina de Marlene Dietrich, en un ejercicio de ensimismada y suntuosa idolatría. La muchacha que se entregaba plácidamente a su Pigmalión no podía sospechar el desenlace de la metamorfosis, que -como suele ocurrir siempre que el hombre aspira a emular a Dios- iba a merodear los territorios de la tragedia. A la postre, la estatua de mármol que el artífice había soñado inmóvil y sumisa iba a descender del pedestal y torcer ese sueño, para cobrar vida propia. Nunca sabremos con certeza cuáles fueron los episodios de voluptuoso arrobo y vampirismo recíproco que jalonaron aquella relación; por delicadeza o pudor, sus protagonistas han preferido vedarlos a la curiosidad del mundo. Pero sabemos que, tras la experiencia creadora y destructiva, Marlene Dietrich regresó a la vida convertida en un mito; a Von Sternberg, exhausto y vulnerado por el fulgor de la belleza, le aguardaba como castigo la decrepitud de su arte.
Quizá Marlene Dietrich había nacido para que otros modelaran la materia dúctil de su carne. En sus muy elusivas y decepcionantes memorias, nos cuenta cómo su madre le anudaba, desde muy pequeña, los botines con una ferocidad que interrumpía el flujo de la sangre en sus pies. «Cuando seas mayor -le decía-, tendrás los tobillos finos; por el momento, hay que procurar que no engorden». Y tiraba de los cordones hasta casi romperlos, para que los huesos del pie cedieran a las constricciones de tan severa cárcel. De aquella condena diaria saldrían los tobillos más esbeltos del mundo, y también un talante (o quizá sólo fuese una máscara defensiva) fieramente disciplinado. Quienes han escrito sobre Marlene, quienes se han atrevido a glosar su belleza impronunciable, han coincido en un extremo: su proximidad estimulaba la pleitesía y el sometido deslumbramiento, pero muy raramente otras pasiones más humanas. Y es que Marlene, para la mayoría de sus contemporáneos, no fue una criatura carnal; o, si lo fue, no llegaron a percibirla, pues había protegido esa íntima carnalidad con una coraza de lejanías, de tal modo que amarla se convertía, inevitablemente, en una suerte de aprendizaje religioso, en el que el inicial arrebato quedaba sofocado enseguida por esa unción que nos atenaza en presencia de los ídolos. Muchos hombres -y también algunas mujeres, si consentimos los chismorreos que perturban la memoria de Marlene- trataron de conjurar y vencer ese hechizo amedrentador, pero sólo obtuvieron a cambio la amargura, la contrición y, a la postre, el cansancio: algunos, como Von Sternberg, ardieron en un incendio destructivo; otros más prevenidos o vitalistas, como Ernest Hemingway o Jean Gabin, prefirieron, tras unos primeros tanteos aturdidos, amarla en la distancia. Y es que Marlene Dietrich estaba predestinada, como todas las criaturas que han bebido de la fuente de Narciso, a amarse a sí misma, no tanto por egoísmo como por fatalidad; mientras vivió, intentó rectificar este designio, pero cuando la muerte la visitó en su apartamento de París sólo la encontró acompañada de sus espejos.
Jean Cocteau, que perteneció a la secta de sus adoradores, dijo que su nombre se iniciaba con una caricia, para rematarse con el chasquido de un latigazo. Algo similar podría predicarse de su peculiar psicología agónica, a la vez arisca y samaritana. En Marlene nos subyuga, más allá de su efigie turbadora, el duelo que entablaron las dos mujeres que la habitaban por dentro: junto a la criatura de sublime y ritual artificio soñada por Von Sternberg, la otra criatura de temblorosa humanidad que pugnaba por imponerse; junto a la Venus de pómulos patricios, enjoyada de luces que tienen el esplendor del hielo, la mujer que se vuelca en la lucha contra el nazismo y asiste a cada soldado con el viático de una sonrisa; junto al emblema de altiva ambigüedad que divulgaron sus películas más características, el ángel herido de lágrimas que cantaba sobre las ruinas de Berlín, la viuda de todas las trincheras, la enfermera de cada muchacho que rendía su hálito ante el mordisco del plomo. La leyenda que abrumó sus días -y que hoy abruma su memoria- recuerda los episodios de dorada excentricidad que protagonizó en Hollywood; suele olvidar, en cambio, que estuvo a punto de perder las manos y los pies, congelados en su peregrinaje por las Ardenas, adonde había viajado para espantar con sus canciones el carnívoro invierno que diezmaba a las tropas aliadas.
Todo ese fervor altruista que caracterizó una porción nada desdeñable de su existencia la humaniza y redime. La posteridad ha querido, sin embargo, entronizar en su repertorio iconográfico a la criatura que inventó Von Sternberg. En un afán desesperado por sobrevivir al estereotipo que la perseguía como una maldición, Marlene Dietrich participó en otras muchas películas y multiplicó su voz por los teatros de medio mundo. Los estragos de la edad ni siquiera la rozaban, o la rozaban de un modo muy venialmente discreto, como si los años sólo fuesen el polvo que oscurece el invicto mármol. Quizá su composición más meritoria fuese la que incorporó en «Testigo de cargo», la película de Billy Wilder; pero para hacer olvidar su personaje tuvo que negarse a sí misma, disfrazándose de una vulgaridad chirriante. Frente al mito de la mujer que estimula la ternura más o menos concupiscente o piadosa de sus admiradores (personificado, sobre todo, en Marylin Monroe), el siglo XX nos ha legado el mito de Marlene Dietrich, la esfinge habitada de misterios que no osamos desvelar. Creo no equivocarme si afirmo que las mujeres nunca han aspirado a imitarla (incluso la honran con una turbia antipatía); los hombres la hemos amado, pero nuestro amor hacia ella -o, mejor dicho, hacia su imagen- no ha sido un amor efusivo, sino más bien reverencial y medroso, como suele ser el amor que se profesa a las criaturas más hurañas y difíciles; un amor que reclama la lisonja de una caricia y recibe la ofensa de un latigazo, pero que, en lugar de huir escarmentado, insiste mohíno y un poco masoquista en su vasallaje. Quizá nuestro amor por Marlene Dietrich sea la expresión laberíntica de una nostalgia (y es que siempre se añora lo que nunca se ha poseído): hartos de una vida mostrenca, hemos creado su fantasma de ilesa blancura, y, en un exceso de optimismo, hemos llegado a creer que se trata de un fantasma de carne y hueso. Pero cuando por fin nos atrevemos a rozarlo sentimos en la piel un incendio gélido que nos amilana y retrae. Así es Marlene Dietrich, a la vez caricia y latigazo.
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