A cien años luz
Brillar aún mucho tiempo después de la muerte, ésa es la esencia de una estrella: ser, a pesar de no estar..., luz que vaga..., causa huérfana de efecto... Pues, a cien años luz, el brillo de Marlene Dietrich no tiene la menor intención de apagarse, ... y aún hoy se aparece sólo como un pálido reflejo de lo que será en siglos posteriores la figura creciente y brillante de Marlene Dietrich.
Mujer en traje de chaqueta y corbata blanca, mujer con pitillo en la comisura, mujer de corte canalla y voz de barril, la misma mujer que convirtió a Josef von Sternberg en un calco mundano de Flaubert: «Marlene soy yo», mujer extraña, diablesa por la que la edad resbalaba piernas abajo, prodigio exótico, erótico, inextinguible modelo de mujer perfecta, limón inagotable de lo sexy, eternidad y claroscuro, mundo, demonio, carne y taburete, luz que vaga...
Tras tantas biografías, autobiografías, radiografías y filmografías, Marlene Dietrich conserva intacto y fresco el halo de su estrella.
Y un misterio que nunca podrá ser resuelto: su tiro de líneas en «El ángel azul» aparecía afilado, perfilado y sublimado treinta años después en «Sed de mal», sin perder en el camino ni un sólo signo de puntuación de la escritura de su cuerpo. Ni cuando aún treinta años después de «Sed de mal», octogenaria, volvía a aparecer en algún magnífico escenario europeo y quedaba convertido, bajo sus piernas de cabaretera, en un tugurio mágico y nostálgicamente tristón de entreguerras.
Ese no perder nunca fulgor, ese brillar en presencia y en ausencia, revelan la naturaleza eterna de Marlene Dietrich, al fin y al cabo la mujer que le puso una tirita de celo a Greta Garbo.
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