Berlín era un cabaret
Aparecía un club oscuro, un foco caliente, un acordeón de fondo y estaba claro: una carcajada rota, un pitillo en unos labios marcados, un acento fuerte y todo el mundo sabía que estaba ante una película alemana. Descaro en una mirada velada por el humo ... y todos sabían que era Marlene. Rompían los años 30 y Berlín era la segunda capital mundial del cine. Hitler acabó con tantas cosas. Todos huyeron a Hollywood, donde ellas se fueron más o menos perdiendo y ellos triunfaron. El animal que llevaba dentro Dietrich, como Heddi Lamarr, no sobrevivió del todo a las olas del Atlántico, aunque pasada por Sternberg, Lubitsch, Wilder o Hitchcock apenas se diría; junto a ellos, la lucidez y el sarcasmo centroeuropeos de Fritz Lang, Murnau y Robert Siodmak, entre tantos, revolucionaron un Hollywood que aún no sabía nada de la «juspa», el término hebreo para la desfachatez de una Europa terminal.
«El ángel azul» quedó atrás, en Berlín, barrio de Schöneberg, como símbolo de otra Alemania, tan abusivamente extirpada de sí misma y dejada al olvido de todos: Pronto cubierta por las cenizas de un crepúsculo de dioses menores. No quedó nada ni nadie; apenas Leni Rifenstahl, rara avis donde las haya, que tomó su cámara y se sumergió avergonzada en esa otra sensualidad de África.
Aquellas actrices descastadas y guionistas getas acogieron e hicieron sitio pronto a toda la «inteligentsia» que llegó después: Bertolt Brecht, Lion Feuchtwanger, Franz Werfel, Heinrich Mann, Bruno Frank, Max Reinhardt: El nuevo Berlín de Hollywood puede haber sido probablemente la mayor aportación artística alemana al mundo desde la Bauhaus. Todo esto se desprende del puñado de exposiciones que Berlín dedica desde hace un mes al centenario de Marlene. Hoy la ciudad encenderá de nuevo la «magische Laterne» del cabaret para celebrar el que hubiera sido su centésimo cumpleaños y esperará, junto a la estación de Friedrichstadt, por ver si para «El expreso de Shanghai» y de él bajara la «Emperatriz escarlata». Ute Lemper, Joy Fleming, Katja Riemann y otras sucesoras se encargarán de que así sea.
Marlene, el arco de la ceja, su inteligente desprecio, la cansina longitud de sus miembros, su modo de desgranar sensualidad con palabras cargadas de estraperlo, es sin duda el símbolo más brillante de aquel Berlín previo al estigma, empobrecido pero efervescente. Dietrich pisaba segura y marcó el paso de otro modo al que elegirían en breve sus conciudadanos: Es el rostro de la belleza liberal de una tradición germana que, desde 1933, se abandonaría completamente a sí misma -y a su cultura- a la succión del sumidero que Europa lleva dentro.
Al detalle: Hay los que la prefieren midiéndose las piernas en «Der Blaue Engel», otros la ven insuperada bajando de un jeep vestida de soldado. La identificación de Dietrich con aquella tonadilla cascada, «Lili Marlene», con la que alentaba a las trincheras aliadas a conquistar su país, es como no ha habido otra: Durante mucho y para muchos Lili y Dietrich fueron la misma persona, esperando bajo una farola -«unter der Laterne»- aplastando con dureza una colilla pero temblando dentro por lo que ya nunca volvería.
Una voz nada aterciopelada, más como raso, siempre algo disconforme, voz de cerillera que no prometía absolutamente nada pero imantaba. Así la descubrió Josef von Sternberg en el cabaret «Zwei Kravatten». Si el diablo podría ser mujer, tenía que ser ella. Dietrich personifica uno de los pocos mitos eternos del cine; cierto, tal vez por la costura de sus medias, pero que al levantarse señalaban a una capital liberal que, comprensiblemente, ha querido que su Museo del Cine signifique lo que, hace un siglo, su Museo de Pérgamo y muestra hoy la más completa exposición nunca vista sobre aquel improbable ángel.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete