TRIBUNA ABIERTA
Exámenes de septiembre
No puedo entender cómo un alumno que acaba de suspender una asignatura en junio pueda presentarse al examen, con visos de superarlo, sólo quince o veinte días más tarde
DESDE mis primeros años como estudiante universitario estoy oyendo críticas a los exámenes como sistema de evaluación de nuestros escolares. Estas críticas proceden tanto de los alumnos como del profesorado. Unos los tachan de poco racionales y memorísticos; otros censuran que el alumno haya de ... jugarse a una carta lo que debería ser valorado por el profesor a lo largo de todo el curso. Los sectores más ‘progresistas’ abogan por su supresión por considerarlos un recurso anticuado. Otros lo sustituyen por un trabajo de clase. Y no faltan tampoco quienes proponen eliminar el examen individual y sustituirlo por evaluaciones de carácter grupal, alegando las supuestas virtudes del trabajo en común. Pero ninguno de esos detractores ofrece en la práctica una alternativa convincente capaz de asegurar lo que sin duda es un imperativo moral: que todos los alumnos de un mismo nivel de estudios sean enjuiciados con el mismo grado de exigencia, ya que de lo contrario el profesor estaría incurriendo en una manifiesta injusticia.
Nadie duda del valor de la evaluación continua a lo largo del curso, un ideal que sólo puede lograrse cuando el número de alumnos es lo suficientemente reducido para que el profesor mantenga con ellos un contacto individual y permanente y pueda hacerse cabal idea de la evolución de cada uno. De lo contrario, la recurrencia al examen será del todo indispensable para poder juzgarlos con el mismo criterio. El mayor escollo con el que suelen enfrentarse los profesores españoles es justamente éste. Con una ratio casi siempre sobredimensionada, difícilmente podrán seguir la marcha de cada alumno con un mínimo de certidumbre. El examen, entonces, no será una opción más sino la única posible si no se quiere caer en la arbitrariedad en el juicio.
Esa carencia de base desautoriza también, sobre todo en el nivel universitario, la sustitución del examen por el trabajo de clase cuando el alumnado supera unas cifras razonables. Nadie duda tampoco de la bondad del sistema en el plano teórico: al enfrentarse a un reto que exige la reflexión personal y la indagación en un dominio científico o humanístico, el alumno habrá de demostrar su madurez y su capacidad de iniciativa con mucha mayor evidencia que en un examen. Pero la elaboración de trabajos individuales tiene unas exigencias que raramente podrán cumplirse en la práctica si el número de alumnos desborda aquellos límites. En tales casos no es fácil que un profesor, si quiere ser justo en su dictamen, pueda asignar demasiados trabajos con el mismo grado de dificultad. El resultado es que unos alumnos lo tendrán más fácil que otros y en consecuencia se verán más favorecidos que los demás. Tampoco le será posible al docente hacer un seguimiento de cada trabajo, condición indispensable para que el alumno vaya orientándolo adecuadamente y corrigiendo sus posibles desvíos. Y por último, ¿quién puede garantizar que es ese tal alumno y no una mano ajena su verdadero autor? En el modelo tutorial de algunas universidades extranjeras los exámenes son, en efecto, sustituidos por ensayos que el alumno elabora bajo la dirección de un tutor que —condición sine qua non— se ocupa de muy pocos estudiantes. Son por lo general los centros de mayor prestigio y, naturalmente, también los de mayor solvencia económica. Pero en el estado actual de nuestro sistema educativo y de nuestra economía es éste un ideal que nos queda todavía muy lejos.
No parece, pues, que los exámenes estén amenazados si en las condiciones actuales de nuestra enseñanza se quiere evaluar con justicia a nuestros alumnos y si la delicuescente filosofía educativa de nuestros gobernantes no acaba suplantándolos por un pasaporte hacia la nadería. Aunque muchos los consideren un mal menor, es condición esencial concederles la seriedad que el caso requiere y no englobarlos en el proceso de trivialización que hoy vive nuestra escuela.
Acabo de leer en la prensa diaria que la Universidad de Sevilla quiere trasladar al mes de julio los tradicionales exámenes de septiembre, alegando que ya lo han hecho así otras universidades españolas y que de ese modo el alumnado tendría más despejado el camino para planificar con libertad el nuevo curso. Es posible que ambas razones sean ciertas, pero no puedo entender cómo un alumno que acaba de suspender una asignatura en junio pueda presentarse al examen, con visos de superarlo, sólo quince o veinte días más tarde. La medida más me parece una devaluación del sistema que una solución razonable a la función evaluadora que es consustancial a la práctica docente. Y dado que los exámenes siguen siendo hoy por hoy del todo necesarios, bueno será que no seamos los mismos enseñantes quienes contribuyamos a su deterioro.
Rogelio Reyes es catedrático emérito de la Universidad de Sevilla