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PÁSALO

Murillo

Murillo ha pasado de ser el pintor de las latas de membrillo a la cumbre barroca que siempre fue

Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos ABC
Felix Machuca

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En la Colina del Loco, antes de que la oscuridad de los números se hiciera dueña de la luminosidad de sus letras, Antonio Gala le confesó a Quintero que, cierta vez, estando de viaje el escritor y poeta cordobés con Terenci Moix por algún lugar ... del mundo, le dijo a Gala que no se preocupara con la crítica. Porque la crítica, por regla general, es a la razón lo que la Coca-Cola al buen champán. Me viene a la memoria aquella deliciosa entrevista en la que Gala, tras preguntarle Jesús si creía en un amor para toda la vida, le respondió con desparpajo flamenco: en un amor para toda la vida de los otros, sí. Para toda la vida mía, no. A esa entrevista me refiero cuando cito la falta de aprecio que Terenci tenía por la crítica. A Murillo la crítica local, durante un buen puñado de años, lo ha tratado con una confianza de cocina, de empleada de hogar. Como si el genial pintor sevillano del barroco, fuera un brocha gorda, un adicto al spray y a los muros de los paredones, rebajando la valía de su relato plástico a la categoría de pintor del Jueves. Fueron años durísimos para todo lo que no fuera pintar de aquella otra manera, al margen de los cánones clásicos y apostando siempre por lo nuevo como un valor firme. Lo tuviera o no. A más de un baranda con chaqueta hipotensa de la Junta de los ochenta le oí decir alguna vez que Murillo era el pintor de las cajas de membrillos de Puente Genil. Créanme. Aquel día entendí a la francesada que arrampló con los Murillos de la ciudad.

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