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Tribuna Abierta

Víctor Jiménez (Liricatura)

Es un poeta que tiene buen oído y sus soleares, para leer más que para cantar, son verdaderos epitafios, sentencias únicas, bien acabadas como piezas de cristal de roca

Lutgardo García Díaz

Hay poetas de calle y poetas de biblioteca. Unos escriben según el capricho de lo cotidiano; los otros lo hacen con el rigor de un científico que ensaya preparaciones entre tubos y microscopios. Los poetas callejeros van transcribiendo los poemas que les va mostrando la ... realidad en sutiles fogonazos. Por eso escriben versos a vida o muerte, mientras que los poetas científicos elaboran, silenciosamente, su obra. Víctor Jiménez es de los primeros. De esos a quienes la poesía visita mientras pasean, dan clases o se toman una copa, y se van con el soniquete en la cabeza hasta que en casa, ya serenos, edifican el poema. Tiene caminando, ceremonioso y erguido, algo de torero retirado, que para eso nació en la misma casa que el príncipe rubio de San Bernardo, Pepe Luis Vázquez. Si no lo conoces, podrás identificarlo en las presentaciones de libros de los amigos, a las que acude con sus elegantes camisas remangadas con precisión y una clásica bolsita. Esa bolsita misteriosa a su vez contiene un impecable sobre con su último libro cuidadosamente dedicado. Guiña un ojo y pone cara de canalla, de niño malo, cuando atisba el paso de una gachí o si se entera de algún chisme del mundillo. Tiene también fama de ser un fenómeno orientándose. “¿Pero cómo apareces también en esta antología?” le preguntan los amigos en tono jocoso. Y él sonríe, sin hacer sonido, moviendo nerviosamente el carrillo y te da una explicación que huele a coartada. No ha ido de poeta por la vida, por eso quizás no ocupa, como merece, la primera línea entre los autores de su generación. Y es que es, más allá de esa transfiguración que es el acto de escribir el poema, un hombre normal que vuelve de la plaza con sus bolsas o hace cola para sacar entradas para el fútbol. Un hombre bueno que gusta de cuidar la amistad y es feliz desayunando con esos leales a los que llama hermanos, porque, de algún modo, lo son. Practicó el fútbol en sus años mozos, cuando, paseando su tipín, un pico de oro y sueldo de maestro joven, era el rey de la noche. Ahora solo practica gimnasia de barra y taburete alto con moderación y paladar. Es un artista descubriéndote sitios donde tiran buenos cortados de cerveza acompañados de lascas de mojama. Planifica la peregrinación a los santuarios donde guisan de fábula el menudo con garbanzos o los riñones al Jerez. Allí disfruta igual que si viera al capitán del Sevilla levantando la copa de la Champions. Pero no le enseñes un hueso de aceituna o unas virutas de queso viejo porque entonces lo verás, como Rafael el Gallo en tarde de nubes, maldecir y pegar la espantá. Es un poeta que conoce y celebra la vida. Por eso accedió a retocar algunos versos de su amigo Rodrigo Guerínez. El caso es que era un libro de poemas subiditos de tono y, después de aquello, tuvo Rodrigo que pirarse a Uruguay. Dicen que, por cómplice, él también tuvo que cumplir la condena de guardar decúbito nocturno en el sofá de su casa durante una temporada. Es un poeta que tiene buen oído –no crean, los hay duros de oído– y sus soleares, para leer más que para cantar, son verdaderos epitafios, sentencias únicas, bien acabadas como piezas de cristal de roca. Muchas de ellas brillan a la altura de las de Rafael Montesinos o Manuel Machado. En su poesía, se escucha al fondo la voz de Juan Sierra, que aún le descubre el fuego de la poesía en su casita del Tardón, o de Joaquín Márquez, quien le celebra un soneto mientras ve el sol remojarse en la penúltima copa de manzanilla. Nombro el soneto porque Víctor ha escrito muchos y buenos. No con el afán de «empedrador del idioma», como decía Juan Ramón de los soneteros oficiales. Él los escribe con elegancia y acierto, dejando respirar la poesía entre los versos sin que parezca que está cortando retales a medida. Como es de un barrio torero, sabe que los sonetos hay que rematarlos en todo lo alto, y esto llega a hacerlo a la perfección, tocándote las heridas del alma en los endecasílabos finales. Como ocurre en Crónica del alba o en aquel precioso dedicado a su amigo Paco Robles y que tuvo el buen gusto de publicar nuestro periódico un Miércoles Santo. Cuidadoso hasta el extremo con las formas poéticas, dicen los malvados que pertenece al cuerpo de policía de la métrica. Cuando lee un poema, apunta con su temible lápiz al verso cojo o a la asonancia. Es implacable con eso. Pero es bueno, porque lo clásico es eterno y porque la poesía tiene mucho de labor de artesanía y un artesano debe dominar la técnica. Ha escrito mucho de amor, poemas con un tono más amargo que celebratorio. Es de la estirpe de Bécquer y por eso no se sabe, en esos versos, adónde llega lo vivido y dónde comienza lo soñado. Ha escrito sobre la docencia, sobre el paso del tiempo y, últimamente, ha buscado al Dios de las clausuras. A mí, el que más me gusta es el poeta que regresa a San Bernardo y contempla a los migueletes escoltando al carro de las nubes. El que pasea por la calle Ancha y ve los rostros de sus tías; el que sube el puente y sigue oyendo los trenes. Porque la poesía es un tren al que escuchamos llegar pero ya no aparece más que por el túnel de la memoria. Allí, todavía se está preguntando cómo volver a entrar en aquella casa en la que está su infancia, pero, definitivamente, ha perdido la llave, y no hay puerta ninguna.

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