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TRIBUNA ABIERTA

Paco Robles (Liricatura)

Moreno, más bien bajito, guarda el aire de aquellos emigrantes que acababan de llegar a Alemania con la maleta al hombro

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Lutgardo García Díaz

Cómo celebrará Paco —lo hará cuando los lea— estos sonetos eróticos de Juan Lamillar recogidos en La nieve roja (editorial Renacimiento, 2021): «Más amo ahora tu cuerpo ya maduro,/ con el tiempo en la piel y en los sentidos,/ y se funden mis besos, tus ... gemidos / sobre un territorio ya seguro». Lo imagino sonriendo, como él hace, achinando la expresión de los ojos y sacando un poco la lengua lo que le pone en la expresión un puntito canalla. Paco tiene una cara de público, como las que se ven cuando enfocan a la grada en los descansos de los partidos de futbol. Tiene también la cara de ese vecino que toma café con media tostada en la barra del bar a la hora de siempre y del que no sabes el nombre. Moreno, más bien bajito, guarda el aire de aquellos emigrantes que acababan de llegar a Alemania con la maleta al hombro. Si se pone una corbata no se le quita del semblante el gesto de estar incómodo, de que está loco por quitársela para pedir una cervecita helada. Ha dedicado su vida, su obra, lo mejor de su ingenio, que no es poco, a Sevilla, la de los incomparables atardeceres como la llamara Eugenio Noel. Aunque ya había escrito con sensibilidad y acierto de Cernuda y de Bécquer, se hizo famoso cuando salieron aquellas estampas de tontos de capirote que, en principio, le ocasionaron algún que otro disgusto ya que la de los incomparables atardeceres es una ciudad más dotada para recoger el elogio que para aceptar la broma, más hecha a generar guasa que a recibirla. Luego, la ciudad relajó las espadas cuando comprendió que el que escribía lo hacía con conocimiento de causa porque él venía de dentro de ese mundo y él también es un tonto de capirote, como lo somos todos por aquí. Lo son hasta los que no les gusta el tema. Ejerció el magisterio durante años hasta que le abrieron paso en la prensa escrita y, desde entonces, no ha hecho más que crecer. Pertenece a la cofradía de la columna, en la que ha dejado piezas memorables sobre Sevilla. Ha hablado de sus tradiciones, de sus ritos, conjugando ironía con emoción y haciendo gala en las citas de un pesado equipaje cultural. Tiene esa pizca de descaro que le permite salir en televisión comiendo un papelón de adobo mientras habla de los horarios del Martes Santo o cuando presentando un libro en la Cruzcampo pidió que se llevaran a Lanjarón la botella de agua mineral de la mesa y le trajeran una caña bien fría, que para eso estaban en la fábrica de cerveza. Sabe también sacarte los colores contándote por lo bajini un chiste picante en un acto solemne de estos que en nuestra ciudad abundan. Y es que, como Manuel Machado, comulga con Montmatre y la Macarena. Cuando apareció mi libro de poemas sobre el flamenco, recibí una llamada suya para ofrecerse a presentarlo, como al final se hizo, en el Ayuntamiento de Sevilla y en plena Feria del libro. Se lo agradecí en el alma. Paco, que pertenece a esa estirpe de docentes - como José Luis Rodríguez Ojeda o José Cenizo- amantes de lo jondo, desgranó con desenvoltura y lucidez su visión del cante y explicó cómo una soleá de Frijones o una seguiriya de Paco La Luz es algo tan solemne y tan bien acabado como un mosaico romano. A mí me encanta encontrarlo los Miércoles Santos viendo cómo se va la Virgen del Refugio camino de la Catedral, reflejando en el oro de su paso los rostros de emoción del barrio. Allí está Paco porque él, como los migueletes de artillería, es de aquel barrio y te cuenta historias de cuando sus calles eran como un pequeño pueblo no bien comunicado con la ciudad. Igual que otros sitios dan pintores o dan futbolistas, San Bernardo tiene la suerte de dar toreros y poetas, se da bien allí y de ahí le viene a Paco la magia de hacer poesía -como Ruano, Umbral, Burgos…- de la veloz disciplina del artículo. Una tarde de marzo, mientras leíamos Moby Dick, recibimos un mensaje terrible que nos hablaba del lamento de una ambulancia que cruzaba el silencio de una ciudad confinada. Paco iba dentro. A él, que tanto había escrito del Señor de Pasión, le tocaba cargar con una cruz entre el pitido de los monitores y el olor a antiséptico de las unidades de cuidados intensivos. Yo lo imaginaba dentro de la gran boca de la ballena de la novela de Melville y rezaba porque lo devolviera, como a Jonás, a la claridad de la orilla. Porque Sevilla es la orilla del viejo mundo. Después del apagón, del gran silencio que se le vino encima, ahora anda recuperando las palabras. Nombrándolas de nuevo, una a una, gozando de su fulgor como si fueran -bueno, lo son- artículos de joyería. Va uniéndolas unas a otras con paciencia e intuición. Ellas han vuelto a su vida como vuelven los pájaros, cada mañana, a arder en las ramas de los árboles. Porque su cerebro es un buen árbol y las palabras lo saben y por eso ha oído, como Cernuda, de nuevo en el silencio, vivo de trinos y de hojas, el susurro tibio del aire. Él sabe, que cerca de Dios se halla el pensamiento y de Dios vienen las palabras que vuelve a construir ahora. Y, ahora, cada vez que habla, cada vez que escribe es un milagro.

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