RETRATOS
La sonrisa de Irene
Que te toque la ELA con 21 años y un bebé de un mes no es un buen inicio
Jesús Álvarez
A Irene Gómez Sivianes, una chica alta y morena que debería estar en la flor de la vida, le brillan los ojos cuando te habla, algo que hace con mucho esfuerzo y lentitud. La enfermedad que crece dentro de ella está conquistando su cuerpo palmo ... a palmo, como el oleaje las rocas de una playa, y ya ha tomado posiciones en su garganta y cuerdas vocales. No ha podido, sin embargo, lastimar su cara, bella y radiante de juventud; ni malherir su sonrisa, acariciadora como la brisa marina. Irene aún no tiene 30 años y vive en Camas con su hija, Alejandra, de 9. Pocos meses antes de que ella naciera, perdió fuerza en una pierna y esa extraña flojera la hizo caerse un día en la calle. Tras varios meses de pruebas le dieron un diagnóstico de tres letras, ELA. Esta enfermedad neurodegenerativa, que puede aparecer a cualquier edad, sigue siendo un misterio para la ciencia a pesar de que el célebre físico Stephen Hawking la paseó por todo el mundo durante 55 años. A él se la diagnosticaron con la misma edad que a Irene y sobrevivió 50 años (otro misterio de la naturaleza) a una muerte anunciada. La ELA no es hereditaria ni congénita, no se conocen factores de riesgo ni hay nada que se pueda hacer para tener menos papeletas en ese azaroso sorteo, como ocurre con el cáncer, la hipertensión arterial o el sida. Lo que sí se sabe por mera estadística es que su pronóstico de supervivencia oscila entre tres y cinco años.
A Irene le tocó hace nueve y ya lleva de cuatro a seis de propina. Todo lo que ocurrió en su vida desde que le diagnosticaron ELA podría resumirse así, a grandes rasgos: perdió su empleo en un hotel, un trabajo que le gustaba y gracias al cual era una mujer independiente; sus padres se distanciaron, bloqueados acaso ante algo tan injusto y cruel; su marido se divorció de ella y le quiso quitar la custodia de su hija alegando su terrible enfermedad. Eso es todo lo malo pero ni aun así perdió Irene su sonrisa. No se rindió y logró demostrar ante dos jueces que tener ELA y ser buena madre es posible.
Alejandra la cuida ahora como Irene cuidó de ella durante sus primeros años de vida y ha grabado un vídeo reclamando a los gobiernos y las farmacéuticas inversiones en investigación: «¡Mi madre se está muriendo y no quiero que se muera!», dice con voz infantil y el ceño fruncido. Más cositas buenas para Irene: Jorge, 34 años, extremeño al que conoció durante la pandemia a través de Internet. Este chico lleno de tatuajes que trabajaba en una central nuclear lo dejó todo (su trabajo, su familia y su ciudad) para estar con ella, amarla y cuidarla. Los dos quieren casarse pero no tienen dinero para la boda. Él no encuentra empleo y ella recibe una pensión de 601 euros. María José Arregui, viuda de Paco Luzón, impulsores ambos de la fundación que lleva su nombre, calcula en 40.000 euros los gastos anuales de un enfermo de ELA. Es una enfermedad degenerativa, incurable y para ricos. ¿Es justo que se dé el «ingreso mínimo vital» de 1.033,85 euros a un joven padre desempleado que puede trabajar, y a Irene, que no puede, 601? Algo falla en las ayudas sociales si a ella, que trabajó hasta que la ELA la embistió, le dan casi la mitad que a otro que no ha trabajado nunca.
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