#Bonito

«Qué bonito», dice mi hijo, a mi lado. Me parece el término adecuado. Porque es una pieza diseñada para gustar. Tanto, que uno no echa cuenta al hecho de que ese amable señor es un notario jubilado que estudia por placer, con una pensión que seguramente duplica e incluso triplica el sueldo de los profesores que le imparten clase, y que está muy lejos de la que obtendrá cualquiera de los compañeros de promoción cuando, si lo consiguen, se jubilen a la edad, quién sabe, de setenta años. Veo al ex notario pensionista y no puedo sino recordar a mi cuñado, expulsado del mercado laboral con cuarenta y tantos años, con estudios de Arquitectura y veinte años de experiencia, que sobrelleva como puede su depresión crónica bajo el techo y el sostén de su anciana madre. O a mi sobrino de veintiocho, malpagado en un Departamento de Investigación de la Politécnica, y con su endeble cartera desangrándose cada mes para financiar un habitáculo con vocación de zulo que comparte con su novia en el centro.

«Qué bonito», dice mi hijo. Y pienso en él mismo, en lo que será de él dentro de diez años, cuando también tenga que salir ahí fuera y compruebe el calibre de la ruina que nos está calando como una lluvia fina y silenciosa. Y es al imaginar el futuro de mi hijo cuando el rostro beatífico del anciano —él no tiene la culpa— me parece despreciable. Así, pienso, es como deben de mirar los amnistiados en un pelotón de fusilamiento.