tribuna abierta
Nuevo tiempo político: el triunfo de la avaricia del Imperio
Los imperios, puestos en marcha, ya no se detienen
Santiago Arauz de Robles
No es cierto que Napoleón arrebatase la corona imperial a Pío VI y se la autoimpusiese: es invención de Thiers. Bonaparte quería sublimar su realeza y que el Papa fuese su comparsa político-social, eso sí, consumando su soberbia vital. Ya siendo corso, colonial pues, ... aseguró que acabaría con la «maldita Francia metropolitana…», hasta que pisó el continente e ingresó como cadete en Saint Cyr. Luego, esa misma soberbia le induciría en La Vendée a trepar a la cina de los soldados muertos para su gloria, aireando la bandera en un oxímoron histórico. Protagoniza, pues, el mayor rango entre los ejercientes del pecado capital de la soberbia: la más grave transgresión religiosa y, por ello, social. Aplaudida por las masas, en suma. Hasta ahí habíamos llegado.
De un día a otro, alguien -también con las masas detrás, las urnas son mis poderes, en el país según Tocqueville cuna de la democracia universal y para siempre- cambia aquél rango de desvalores. Ese alguien se llama Donald Trump, y preside desde el sacro salón oval, en cuyo espejo se mira el mundo. La propuesta arrebatadora que hoy esgrime míster Trump es la avaricia sin tapujos. De modo ejemplar y para que se contagie, a Rusia por ejemplo, a un tal Putin del que, al tiempo, acabará siendo el «alguacil alguacilado». ¿Y el por qué de su logro? El líder Trump y Putin ofrecen a sus conciudadanos el casi entero planeta azul. Tienen que vaciarlo de quienes, hasta ahora y desde sus ancestros, eran sus nacionales. Quiere consolidar como palanca incontenible la avaricia (si bien disimulando el rencor vengativo: al parecer no olvida que, en 2019, Zelenski rechazó su sugerencia de que buscase «trapos sucios» en los negocios de los Biden en Ucrania, «bagatela entre posibles amigos», entonces). La avaricia que maneja ante un Zelenski en traje de campaña resulta en apariencia, pues, gratuita, casi generosa. Aunque sin límites, radicular y per in secula seculorum. Quieren, en suma, unos EEUU y una nueva URSS imperiales. Otro tal, Netanyahu, ha sido ya peón del imperialismo, israelita en este caso, en el externo oriental del Mediterráneo. Ha aplicado la política del res nullius: lo que ya no es de nadie, me pertenece. En la franja de Gaza, Palestina no existe. Los palestinos fueron convertidos de propietarios en inquilinos pobres: lógico desahuciarlos. Se les enviará a Egipto, Jordania, España, Dinamarca…Quien avisa no es traidor, lo anunció el candidato, Palestina no existe, ¿lo recuerdan? Conciencia tranquila. Y además era cierto: el 60% de su edificaciones habían sido destruidas, y el futuro, los niños, morían sin «matarlos»: de hambre, de hipotermia, sin vacunas… Ayer, casi, se han enviado bombas capaces de destruir una barriada por unidad. Coronado en portada del Times, la sonrisa abierta, la piel moral de elefante, anuncia el inquilino -no lo olvide- de la Casa Blanca: a lo largo de la costa voy a hincar un resort de lujo para estadounidenses de Filadelfia y occidentales de la lista Forbes. Se ofrece un contagioso hedonismo gratuito dentro del globo terráqueo, por ahora.
Codicia sobre la tierra vacante, o a vaciar. Es el caso de las tierra raras, tesoro para la ciencia y el progreso que la sufriente y agredida Ucrania heredó de la Providencia y de sus abuelos. Ahora Trump se inventa título de propiedad, él tras la mesa de las usuras como en el cuadro del cambista y su mujer, en esta ocasión no holandeses sino de Manhattan. El título que alega es de reintegro de las «ayudas militares». En otro mandato presidencial. En apariencia, al menos, con liberalidad. Una injusticia. Algo no pactado, pura mezquindad repentina. En 1945, la misma (¿) USA a la que el mundo libre se debía en cuanto a paz y libertad, precisamente, montó el Plan Marshall y una red de defensa (incluso en la controvertida, aún, España), no exigió «compensaciones de guerra». A Zelenski-Ucrania se le hurtan, con violencia psicológica, no solo las aparentes, hasta ahora, «donaciones» en «tierras preciosas» más que raras, sino el reconocimiento en vidas humanas para la paz. Y en territorio: se sacraliza el robo del Donbass y Odessa, cortando la ruta marítima de su riqueza cerealista. Y, perdónenme que hable en cursi: se le hace imposible el sueño que recordaba a cualquier Margarita el poeta modernista Rubén Darío: Margarita, está quieta la mar/y el viento lleva esencia sutil de azahar…
Los imperios, puestos en marcha, ya no se detienen. La era Trump, al tiempo, corromperá a los ciudadanos de Groenlandia con la amenaza si no te avienes voluntariamente, ¡cómo no!, a convertirte en estado de mi Unión, te soltaré mis canes de presa. Que son muchos, y poderosos. Y hará otro tanto con Canadá, y estrechará las márgenes del Canal de Panamá. Y si alguien recuerda que hay convenios internacionales que consagran (¡) el derecho a la integridad territorial de las naciones (sin asalto sus despensas) y la inviolabilidad de sus fronteras, la nueva América invocará que al cetro y la corona se les ha desprendido la cruz de la justicia, y que, en esta mala historia que iniciamos, les priva el verso de nuestro Quevedo: Madre, yo al oro me humillo/, él es mi amante y mi amado/ pues, de puro enamorado/, de continuo anda amarillo.
En eso estamos. Y puede marcar un cambio de aguja en la política mundial. Incluso si, con nuevo relevo en la Casa Blanca y en el Kremlin cambian los nombres del despotismo sin ilustración, puede resultar aplicable el título de una inolvidable película protagonizada por la también inolvidable, y frágil, Pier Angeli: Mañana será tarde.
Abogado
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