TRIBUNA ABIERTA
La doble vida
Es a una «doble vida» a lo que conduce inevitablemente la cándida separación entre las esferas pública y privada
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Iniciar sesiónCuando Ábalos afirmó hace unas semanas que «nadie resiste una visita a su vida privada», el que fuera ministro del Gobierno de España expresó una doble convicción muy arraigada en nuestra sociedad. En primer lugar, la idea de que nuestro destino inevitable en la vida ... personal es naufragar, que todos ocultamos secretos abochornantes y la ejemplaridad es poco menos que imposible. En segundo lugar, la noción de que la vida personal no merece juicio alguno, porque pertenece al territorio de la intimidad, y en lo que cada cual hace privadamente «nunca hay que meterse», ni siquiera cuando el que sea ocupa un cargo público.
En una más sofisticada exposición de esta idea, un gran prócer de este país, de ideas políticas de izquierdas y estilo de vida de gran capitalista, adujo durante una entrevista, en su defensa, que «nadie está libre de contradicciones». Con ello quería decir lo mismo que Ábalos, es decir, que sobre la conducta privada hay que abstenerse de opinar. Pero no sólo eso: sus palabras también sugerían que el comportamiento privado no tiene incidencia ni relación alguna con el público. Ambas nociones me parecen discutibles y el objetivo de estas líneas es precisamente someterlas a discusión aquí, ahora que parece que la línea roja de la privacidad de los políticos ha sido traspasada en la conversación pública española.
De entrada, resulta difícilmente creíble que quien se conduce como una acémila en su vida privada mantenga un comportamiento público impecable. Es curioso que la postmodernidad sea tan escéptica como para negar la supuesta fantasía de una vida personal ejemplar, y al mismo tiempo sea tan crédula como para asumir la fantasía mucho más inverosímil de que el Hyde privado (disoluto e impúdico) pueda ser un doctor Jekyll público (virtuoso y sin tacha). Pero engañémonos, y hagamos como si esa ilusión incauta fuera verosímil… La pregunta es entonces: ¿debemos ceñir nuestro juicio a la segunda y prescindir de toda valoración sobre la primera? ¿Hizo mal Feijoó en aludir a los negocios sexuales de la familia de Begoña Gómez?
Esa es la opinión generalizada de la postmodernidad. Pero de acuerdo con esa corriente mayoritaria, en realidad, ningún político de ideas de izquierdas, y por tanto hoy inevitablemente feminista, debería dimitir de su puesto por un comportamiento privado incoherente con su posicionamiento público. Si nadie está libre de contradicciones y en la vida personal no hay que meterse, ¿por qué iba a tener que renunciar a sus responsabilidades públicas el político putero o baboso con las mujeres? Sin saberlo, la ex presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, dio en el clavo cuando hace unos días dijo que nadie en el PSOE se podía esperar la «doble vida» de su ex secretario general, Santos Cerdá. Y digo que dio en el clavo porque es a una doble vida a lo que conduce inevitablemente la cándida separación entre las esferas pública y privada.
Una doble vida que adquiere dimensión patológica, de desconexión absoluta con la realidad, cuando el sujeto que la protagoniza está convencido de la superioridad moral de sus ideas políticas. Pues éstas se convierten entonces en el parapeto perfecto para su conducta deplorable, que le parece en cualquier caso mucho más excusable que las opiniones ideológicas de su adversario. Y así, a fuerza de creer que la indignidad está en las ideas y no en las acciones, acaba pensando que su deshonestidad no cuenta y es, en todo caso, un precio menor que la sociedad debe pagar por el alto servicio que le presta evitándole las ideas equivocadas. Postura que es la que asume Sánchez cuando, cual mártir progresista, asegura que no dimite para salvarnos de la derecha y la extrema derecha.
«Venerar la humanidad, pero atormentar a un hombre, toda corrupción empieza así», escribió Hesse. Con esta sentencia el escritor alemán quiso advertirnos de que no hay ideologías exculpatorias, de que no son las ideas sobre la humanidad las que nos convierten en buenas o malas personas, sino nuestro comportamiento concreto con cada hombre con el que nos relacionamos. Sin embargo, la gran enfermedad de nuestro tiempo es pensar lo opuesto. Es decir, que son nuestras ideas las que nos condenan o nos salvan, aunque sean contradictorias con nuestra conducta privada. Y nada es tan peligroso como creer eso, pues por esa vía no sólo dejamos de prestar atención a nuestra ejemplaridad personal, sino que acabamos convirtiendo nuestras convicciones políticas en una forma de falsedad vital.
Exactamente como esos políticos que teóricamente defienden políticas solidarias, feministas y contrarias a la educación privada mientras se lo llevan calentito en comisiones, acosan a las mujeres y mandan a sus hijos a estudiar a colegios y universidades de pago. O como la propia mujer de Sánchez, en primera línea de las manifestaciones feministas tras haber sido, según el PP, «partícipe a título lucrativo» de los prostíbulos de su familia. Si se demuestra cierto, la hipocresía feminista de los Ábalos y compañía sería casi peccata minuta al lado de la suya, pues beneficiarse económicamente de la prostitución es peor que pagar por ella.
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