Ad utrumque
Como los taxistas rusos
El paisanaje del taxi sevillano ha mutado de tan radical manera que quizá en algún lugar del mundo, alguien esté a esta hora elogiando nuestro grado de progreso y civilización
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Iniciar sesiónEn el tardofranquismo de los primeros años setenta, la Unión Soviética aún gozaba entre la ciudadanía española de cierta reputación como nación avanzada y culta. Los inevitables enterados de la época disertaban sobre cuán preparados estaban los rusos, poniendo como ejemplo el caso de los ... taxistas de Moscú, de quienes se decía que todos tenían una carrera universitaria, hablaban idiomas y tocaban el violín.
Nadie, que yo sepa, carente acaso de la candorosa ingenuidad que, entonces como ahora, caracterizaba a nuestros paisanos, objetó que tal cosa era más bien síntoma de todo lo contrario al progreso. Porque tiene guasa tener una carrera, hablar idiomas y tocar el violín para acabar de taxista. Claro, por aquel entonces, en Sevilla los taxistas -gorra de plato, camisa azul, gesto torvo, taxímetro de aquella manera- tenían otro perfil. Gente curtida en la calle, bragada y no siempre de fácil trato. Sobresaliendo quienes hacían el servicio nocturno y, de forma especial, los del aeropuerto.
Recuerdo que, recién sacado el carné, tuve que ir a San Pablo a no sé qué con el coche de mi madre, un 127 que me dejó tirado. Alguien me sugirió que fuera a la sala de los taxistas para ver si alguno me daba un biberón; ya saben, lo de conectar con unas pinzas la batería para que el coche arranque. Eso hice y al entrar en el abarrotado recinto donde los del gremio aguardaban a los viajeros, me sentí como el granjero pardillo del lejano Oeste que se mete a pedir algo en un Saloon donde están Jesse James, Billy el Niño y los hermanos Dalton con sus respectivas bandas.
Aquello era una cosa: timbas al parné, whisky a go-gó y todo envuelto en una neblina de azules vaharadas con el inconfundible aroma de las flores violetas que nacen en Marruecos, que diría el gran Josele. Los rostros, de adustas expresiones, escrutaron al granjero, haciéndole ver con el gesto que su sitio no era aquel. Lárgate, forastero. Ni que decir tiene que a su petición de ayuda no hicieron ni puñetero caso. Nadie se apiadó de aquel conductor jovenzuelo que yo era, todavía con la ele verdiblanca de novato marcada en la chepa. De aquello, ya digo, hace mucho, mucho tiempo.
Desde entonces, el perfil del taxista hispalense ha experimentado una drástica metamorfosis, incluso donde parecía imposible: el aeropuerto. Al volante hay ahora muchas y muy amables damas, desterrando el mito de que las mujeres son malas conductoras; cantidad de jóvenes solícitos y educados, no pocos de ellos con estudios superiores que llevan en la guantera la licencia y la licenciatura; integrados inmigrantes que se conocen las calles mejor que nosotros… nada que ver.
El paisanaje del taxi sevillano ha mutado de tan radical manera que quizá en algún lugar del mundo, alguien esté a esta hora elogiando nuestro grado de progreso y civilización; y para demostrarlo, ponga como ejemplo el hecho de que los taxistas de Sevilla tienen todos una carrera universitaria, hablan varios idiomas y tocan la corneta en una banda.
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