cardo máximo
Vidas escondidas
Del terremoto de Marruecos de hace diez días, sobrecoge el relato de la profesora de una escuela rural del Atlas
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Iniciar sesiónIba a titular esta columna como 'Vidas anónimas', pero he reparado en que el anonimato no es un atributo absoluto que cabe pregonar de alguien sino, al contrario, muy relativo: desde el punto de vista de quien desconoce su nombre, para ser exactos. Así que ... esta columna no va de vidas anónimas, porque tienen nombre aunque yo no los conozca, sino de vidas escondidas, incluso sepultadas, la de todos esos prójimos de los que sólo nos llega el eco amortiguado de una tragedia.
Del terremoto de Marruecos de hace diez días, sobrecoge el relato de esa profesora de una escuela rural del Atlas que publicó el sábado la BBC británica. Mejor que lo cuente Nesreen Abu El Fadel, que estaba en Marrakech y no en la aldea de Adaseel aquella noche fatídica: «Fui al pueblo y comencé a preguntar por mis niños: '¿Dónde está Somaya?, ¿dónde está Youssef?, ¿dónde está esta niña?, ¿dónde está ese niño?». La respuesta, horas más tarde, le cayó encima como una pesada losa: «Están todos muertos». Y prosigue su historia la profesora de árabe y francés en una comunidad bereber que usa el tamazight como lengua común: «Me imaginé sosteniendo la hoja de asistencia de mi clase y tachando el nombre de un estudiante tras otro, hasta que taché 32 nombres; ahora todos están muertos».
Una treintena de angelitos que no sobrevivieron al seísmo: una clase entera borrada del mapa. Probablemente, la única escuela de ese pueblito que ni siquiera el navegador es capaz de rastrear. Imagino el sentimiento de orfandad inversa de sus padres, abuelos, tíos que hayan sobrevivido al derrumbe de sus casas y encuentren que ha desaparecido el grupo de chiquillos con edades comprendidas entre los 6 y los 12 años de edad que el viernes, cinco horas antes del temblor de tierra, habían estado ensayando el himno nacional marroquí para cantarlo el lunes en la puerta de la escuela. Pero el lunes amaneció y no hubo himno. O el único que hubo fue el del lamento colectivo, la desgracia compartida que nos llega a través de la periodista que contó esa terrible historia.
Otros ni siquiera pueden consolarse con eso. He buscado inútilmente en la sección de esquelas del periódico pero no venía ninguna que coincidiera con su edad, así que supongo que el dolor de perder a una hija y a un nieto nonato de repente, en un abrir y cerrar de ojos, quedará entre su círculo de amistades, inmigrantes centroamericanos que cuidan de nuestros mayores, los asean, les dan de comer y los pasean; recogen a los niños del cole y llevan la casa o friegan las escaleras de los bloques de pisos y las oficinas donde luego nosotros hacemos nuestra vida como si tal cosa. Son desgracias con sordina porque los gritos desgarradores que uno puede intuir en la madre y abuela, en sus amigas y en su pequeño grupo de amigas, se pierde en el vacío sin que llegue a nuestros oídos. Al menos, confío en que Dios los habrá escuchado y sabrá librar al justo de sus angustias.
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