cardo máximo
La vida continúa
La escalera de la vida se parece a esos dibujos de Escher en los que nunca se sabe quién sube ni quién baja
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónLa escalera –no hay metáfora que valga– es fuente cotidiana de inspiración. Uno comienza a subir los peldaños y ese mínimo gesto de levantar un pie sobre el que apoyar el peso del cuerpo mientras la otra pierna se eleva hasta el siguiente escalón le ... basta para hilvanar el pensamiento, una reflexión que dura lo que los tramos, que incluso puede tomarse un respiro como cuando se llega a la meseta y hay que dejar pasar a alguien que viene bajando. Conozco a quien remonta nueve pisos (dos del sótano más las siete plantas del bloque) cada día cuando aparca en el garaje sólo por el placer de concentrarse durante el tiempo de la subida en las cuestiones personales que la maratoniana tarea laboral ha dejado aparcadas. Subir escaleras no es ninguna garantía de hacer literatura de mérito, pero subiéndolas se hace mejor literatura, de eso estoy convencido.
La escalera de la vida –ahora va la metáfora– se parece a esos dibujos de Escher en los que nunca se sabe quién sube ni quién baja. Quizá es que todos estamos dentro de ese dibujo fantástico y es imposible saber si vamos hacia arriba o hacia abajo. ¡Y dan para tanto las escaleras! Yo mismo solía subirlas de dos en dos, a grandes trancos, algunos años atrás. Y quien las baja saltando escalones, con una habilidad ensayada para colocar el pie en la huella por pequeña que sea sin chocar el talón con la tabica. Están los mayores que recobran el resuello en cada descansillo y ceden el paso a todos siempre con la misma frase en la boca: «Pasa tú, que vas más rápido». Y también quien se aferra al pasamanos, quien no se atreve a mirar por el hueco, quien se marea si es de caracol de tanto dar vueltas y quien va palpando las paredes, temeroso de un mal paso que le haga rodar. El otro día, un fiel lector amigo sentenció cachazudo ante el mal paso de alguien que había dado con sus huesos en el suelo: «Qué ganas de criticar… ¡cada uno baja las escaleras como quiere!».
En cambio, se suben como se puede. Uno de los recuerdos más persistentes de mi infancia era la admiración no exenta de pavor que me inspiraba la escalera de mano que se colgaba del techo para subir a la azotea por una trampilla que se abría justo encima de la puerta de casa. Cuando venía un antenista y había que descorrer el pestillo de la portezuela después de haber apoyado la escalera en la pared, a mí se me simulaba que vivíamos en un submarino del que sólo los operarios –hombres todos– estaban autorizados a pasearse por la superficie contemplando el cielo azul sobre sus cabezas. Me llevó tanto tiempo reunir el valor de trepar por los peldaños y pasar el cuerpo en equilibrio por el hueco del tejado que cuando subí se me había evaporado la imaginada visión infantil del sumergible. Pero descubrí, eso sí, el placer de contemplar las copas de los árboles desde arriba.
En fin, esta columna alcanza la azotea del edificio de ABC en la Cartuja: la vida continúa, ¡y los paraísos ya están en flor!
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete