Quemar los días

Aire de familia

En las manos de mi hermana veo las del viejo, que son también las mías

En las manos de mi hermana veo las del viejo. Son idénticas: huesudas, de dedos afilados, con los nudillos sobresalientes como cáscaras de nuez y atravesados de venas prominentes. Las mías también se parecen, y las de mi hermano. De los tres, soy el que ... físicamente más se acerca a él. No puedo negarlo cuando me observo al espejo, pero de lo que más orgulloso me siento en el parecido es en las manos.

Desayuno frente a mi hija y observo sus manos: se parecen a las de mi hermana, más incluso que a las mías. Mucha gente les encuentra parecido, a mi hermana y a mi hija. También encuentra parecidos entre mis dos hijos, aunque yo no les veo ninguno. Pero sé a qué se refieren: es el aire.

La forma de andar de mi hermano, así, ligeramente jorobada, con los hombros como si soportaran una mochila invisible, es muy parecida a la mía. También tiene gestos, determinados movimientos, en los que nos encontramos, aunque físicamente nos parezcamos muy poco. El aire de familia que hemos respirado juntos, de alguna manera, nos acerca y nos une, de forma inapreciable, aunque sutilmente perceptible, si se presta atención, en determinados detalles.

Mamá vuelve a estar mal. Toca sostenerla para evitar que la caída le produzca más daño del acostumbrado. Un trabajo doloroso, fatigoso, desesperante, que no encuentra, al otro lado, más agradecimiento que la ruindad y la aspereza. Nos lo advirtió muchas veces el viejo: cuando él no estuviera, esto sería difícil.

Vi recientemente La casa, la película basada en el cómic de Paco Roca, por recomendación de un buen cinéfilo. No elegí el mejor momento; me dejó hecho polvo durante varios días. En ella, tres hermanos se reúnen en la casa familiar tras la muerte del padre para decidir qué hacer con la vivienda. Deciden, finalmente, desprenderse de ella.

La casa de nuestra familia tuvo otro final. Pude comprársela al viejo antes de que este nos faltara. Su rincón favorito era el limonero del patio.

Ahora él vive en el limonero. En las tardes cobrizas de este otoño con olor a petricor, cuando regreso de ver a mamá, triste y cansado, me siento unos minutos bajos sus ramas. Está poblado de limones. La sierpe abigarrada de su tronco me recuerda a sus nudillos: son como sus manos, que son también las de mis hermanos y las mías. De día, reconforta su sombra. Es como tenerlo aquí, como el aire de la familia, abrazando su casa, nuestra casa, la casa familiar.

Cuando vuelvo de ver a mamá, imagino que me habla. Imagino que nos anima a seguir ahí, sosteniendo a nuestra madre, por encima de la ruindad y la aspereza. Por encima del frío y la lluvia, del dolor de las tardes otoñales que son como ensayos de muerte, con terquedad, con fe inquebrantable, igual que ese limonero que el viejo parece sujetar con sus manos.

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