la tribu
La casa
Aquel olor a aliño fresco, a carne asada, aquellos tazones de manteca…
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Iniciar sesiónSi no fuera por las tristezas que ya cuentas, te quedarías la mayor parte del año en este tiempo que alterna chaparrones —o lluvia en ciernes que quisiera ser chaparrón— con soles brillantes, mañanas doradas, resolanos gloriosos de cigarro y tertulia y noches frías y ... largas de cuentos y de miedos. Es el tiempo de la casa, de la casa como resumen del día, de la casa como última estación de las faenas. Si pudieras, volverías al eterno otoño de la niñez y de la adolescencia, porque entonces, cuando eras un niño, un chaval, no te faltaba nadie de la cercanía más íntima, y la casa, cuando se cerraba la puerta, quedaba toda resumida en la mesa de la cena y más tarde en la alcoba. La casa entonces se agigantaba en sabores que sólo el otoño sabe traerte, como por milagro de aparición de canéforas, en una canastilla que era un bodegón colocado en la mesa de la tradición.
Los sabores. Cuando no había más hornos que los de las panaderías, las mujeres iban allí cargadas de moniatos, de membrillos, y más tarde, poco más tarde, de masa de hojaldre —perrunillas, tortas de manteca— que cuando volvían con las torteras ponían en las calles un pecado de gula. En la casa, los chiquillos habían aprendido que, para que no estallaran, había que rajar las castañas y meterlas en aquel calor subcinericio del brasero, eso que en la sierra del Huelva llaman —¿préstamo portugués?— un escafote. De castañas o de bellotas. Tenían fama en la tribu las bellotas de Tornero. Y en las casas que habían criado un cochino, la matanza se preparaba como una fiesta del hambre heredada. Aquel olor a aliño fresco, a carne asada, aquellos tazones de manteca… La casa. Una casa que ya te recibía con calor de copa de cisco y con mantas, mientras en la calle aullaban los lobos del viento y amenazaban con mordeduras de frío. O bien la noche se descolgaba en aguacero y te ibas a la puerta de la cocina a oír cómo la lluvia sonaba en todas partes, el tejado, el suelo terrizo ya anegado, el lomo de las tapias del patio, las puertas… Y la casa tenía toda un aire de cocina conventual, y las mujeres todas paseaban por la casa con un aire místico y con diez olores prendidos en su ropa: a dulces caseros, a cidra, a pestiños, a moniatos horneados… La heredada receta lo devolvía todo a la casa. Y si la calle tenía intimidad de juego o café en los casinos, la casa era un divino refugio, tras volver del juego la infancia, a la que se le habían enfriado las carnes sin notarlo, cuando la noche se precipitaba sobre el pueblo como la carpa de un circo gigantesco que se viniera abajo de golpe. La pobreza se sentía rica cuando por la casa olía y humeaba el puchero. Y los sueños arropados y honrados igualaban las clases sociales. La casa en otoño…
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