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La matanza de Arizona

«Aun siendo imposible asegurar la desaparición de crímenes debidos a armas de fuego, si estas fueran controladas o prohibidas, es evidente que su posesión en manos de iluminados como el autor de la matanza de Tucson es la que a la postre facilita la tragedia. ¿Cuándo lo aprenderán?»

JAVIER RUPÉREZ

VISIBLEMENTE alterado por los acontecimientos, el sheriff del condado donde se encuentra Tucson, en el estado de Arizona, al dar cuenta de la terrible matanza que se ha cobrado la vida de seis personas y producido graves heridas a otras dieciocho, y después de confesar que en sus cincuenta años de dedicación profesional no había visto nada parecido en el horror, descargó su iracundo sentimiento contra la atmósfera de intolerancia y odio que medios políticos y de comunicación estaban generalizando en la vida americana y en la cual, cabía deducir, se encontraban las raíces de las acciones del criminal. Estaba todavía fresca la sangre de los asesinados y en el quirófano, entre la vida y la muerte, se debatía la congresista demócrata Gabrielle Giffords cuando ya la blogosfera se lanzaba a la búsqueda de la autoría intelectuale del terrible desmán y la encontraba precisamente en el carácter brutalmente divisivo de la reciente vida política americana. Los más osados aventuraban que la responsabilidad había que buscarla en los programas ideológicos del «tea party» e incluso en algunas de las declaraciones más incendiarias de la ex gobernadora de Alaska Sarah Palin. No han faltado respetables comentaristas televisivos que se han hecho eco de tales suposiciones, arrojando con ello leña al fuego del cainismo. Que, como se puede suponer, dada la filiación política de la señora Giffords, se apunta en el debe de los republicanos. El hecho de que sea judía contribuía a reunir todos los ingredientes de la tragedia: un crimen motivado por el odio antiprogresista y antisemita. Para colmo de coincidencias, la señora Giffords se había opuesto frontalmente a la dura legislación recientemente aprobada por su estado en contra de los inmigrantes ilegales.

La noción de que la vida americana contemporánea —desde que Obama llegó al poder— ha alcanzado niveles insoportables de partidismo fratricida no resiste el más mínimo análisis histórico y comparativo. La vida americana, como muchas otras vidas políticas vividas en democracia —incluyendo, entre otras, la nuestra— puede llegar a registrar altos niveles de confrontación a lo largo de su historia, y en los Estados Unidos basta con haber seguido de cerca los diez últimos años, con republicanos y demócratas en el poder, para certificar el aserto: fueron los republicanos los que asaltaron la fortaleza Clinton con el asunto Lewinsky, y los demócratas los que se cebaron con el segundo Bush, y ahora los republicanos los que lo hacen con Obama. Como antes había ocurrido con Lincoln, Kennedy, Johnson, Truman, los dos Roosevelt, incluso en el comienzo de la existencia de la república, cuando los «padres fundadores» se guardaban rencores y alimentaban rencillas de carácter épico. Y ha habido magnicidios por medio, cierto es. Pero nadie en sus cabales, aun lamentando profundamente los excesos verbales de unos o de otros, piensa poder atribuir la responsabilidad de la autoría del crimen a otro que no fuera el autor material del asesinato o aquellos bajo cuyas órdenes, instrucciones o pago se llevó a cabo. Mantener otra cosa equivale a la aceptación de la tesis del reverendo Jeremiah Wright, el pastor afroamericano de la iglesia evangelista del sur de Chicago que solían frecuentar Obama y su familia, o la del eximio lingüista y extravagante ciudadano Noam Chomsky al mantener que los ataques terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York —en el fondo, cualquier ataque terrorista contra Occidente— habían sido provocado por las mismas víctimas. Todavía estremecen las palabras del flamígero pastor: «Los pollos vuelven para ser asados».

Toca ahora a los demócratas mostrar cara compungida, lamentar los excesos del lenguaje, insinuar que en ellos se encuentra la raíz del mal y exigir un drástico cambio de conducta, bordeando la delicada frontera que rodea y protege la libertad de expresión, tan profundamente arraigada en la vida democrática americana. Y es previsible que, en el inmediato futuro, parte de la ardorosa conversación pública se oriente hacia ese terreno. Seguramente sin ningún resultado porque en los Estados Unidos, y en cualquier otra sociedad democrática que se precie, el ejercicio está de antemano, y afortunadamente, condenado al fracaso. Las palabras y los pensamientos no delinquen, decían los clásicos, y si no hay incitación directa al crimen, y, a falta de mejor receta, bueno es atenerse a la fórmula, por mucho que horroricen —y horrorizan— las cosas que en los medios de comunicación americanos —y en tantos otros, incluyendo los nuestros— se escuchan sobre personas e instituciones. Esa es la diferencia que existe entre los que trabajosamente viven respetuosamente en democracia y aquellos otros que, como también acabamos de ver en Pakistán, se vanaglorian de asesinar a un político que disiente de la monstruosidad de una ley que castiga con la muerte a los blasfemos contra el islam. O de aquellos que, precisamente en el nombre del islam, en Nigeria, Irak y Egipto, asesinan a los cristianos que osan seguir los ritos de su fe.

La terrible historia de Arizona —terrible por las heridas de la congresista, pero sobre todo terrible por el carácter indiscriminado de la matanza, en la que han perecido niños y ancianos: que lo del riesgo del político va en su misma función, como algunos suficientemente sabemos, no vaya a ser que todo se traduzca en un pésame corporativo— tiene un incontestable autor material que deberá hacer frente a la responsabilidad de sus actos. Ya se encargará el abogado defensor de alegar que su cliente no estaba en posesión de sus plenas facultades mentales. La sociedad americana, en estado de choque por lo sucedido, está en período de lo que en inglés gráficamente se conoce como «soul searching», un apesadumbrado examen de conciencia para averiguar cómo y por qué ha pasado lo que ha pasado. Sería urgente que aprovechara la ocasión para resucitar lo evidente: la necesidad imperiosa de limitar de manera efectiva el comercio de armas, que en el barullo de las angustiosas horas tras el incidente apenas nadie menciona. Por demás desgraciada, fue la sentencia del Tribunal Supremo americano que hace unos meses, basándose en una peculiar interpretación de lo que la Constitución dice sobre las «milicias» dieciochescas y la posesión de armas, derogó reglamentos existentes en varias ciudades americanas para dificultar su adquisición. Porque, aun siendo imposible asegurar la desaparición de crímenes debidos a armas de fuego, si estas fueran controladas o prohibidas, es evidente que su posesión en manos de iluminados como el autor de la matanza de Tucson es la que a la postre facilita la tragedia. ¿Cuándo lo aprenderán? Y en ciertos estados de la Unión es más fácil comprar un kalasnikov que abrir una cuenta bancaria.

JAVIER RUPÉREZ ES EMBAJADOR DE ESPAÑA

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