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La venganza de los palurdos

Esos «palurdos», que se ríen de los bizantinismos ecológico-humanitarios del París dorado

Gabriel Albiac

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En la que es para mí la más amarga de las novelas que cierran el siglo XX -también, quizá, la más grande-, Desgracia, J. M. Coetzee narra el callejón sin salida de las sociedades que gangrenó el colonialismo. Quede clara -para evitar malentendidos- la biografía ... del autor. Afrikaner de origen holandés y militante anti apartheid, Coetzee asiste estupefacto al caos que se tragó a Sudáfrica tras el breve paréntesis de Mandela. Y se exilia en Australia de una sociedad que ve ya inhabitable: la del odio que suelda el identitarismo. En 1999, Desgracia fija el retrato glacial de un país donde rencor y culpa tejen continuos actos oblatorios. Víctimas y verdugos intercambian sus funciones. Sin otro desenlace que el abismo. En la mirada de los ayer esclavos negros, el blanco sólo puede ser visto como esclavo. En la mirada del amo blanco de ayer, la crueldad se inviste en masoquismo.

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