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Pactos de la Moncloa en educación

... Necesitamos un gobierno que tome como prioridad radical, casii como materia monográfica de su legislatura, el tema educativo. No prejudgo si ese gobierno ha de ser de derechas o de izquierdas. Basta con que se halle cabalmente convencido de esta prioridad ineludible...

SE me impone como una evidencia que todos los infortunios de España terminan siempre confluyendo en el mismo vértice: aquel que desencadena todas y cada una de las turbulencias nacionales. Da igual que se trate de problemas económicos o sociales, culturales o laborales, relativos al ocio o al negocio, detrás de todo se halla la misma zozobra, la que requiere tratamiento urgente, rápido, radical. Todo procede de la misma falla (comparable a una fosa marina propiamente española).

Lo intuyó la Institución Libre de Enseñanza. Se intentó atajar de raíz durante la Segunda República, en el apartado más brillante de ese período en otros ámbitos tan desafortunado. Ese asunto es la educación. La falta de una drástica reforma educativa se resiente en los terrenos que hoy más escozor nos producen. Esa infinita carencia augura sombríos presagios para España. Se mire por donde se mire, esa es la primerísima cuestión. Por fallar la educación nuestra economía no es competitiva, carecemos de personalidad tecnológica, nuestro nivel empresarial es bajo, la productividad es escasa, la Universidad es de mínima calidad (más centenares de etcéteras). Lo que propongo no es el buen deseo que una y otra vez asalta los medios de comunicación. Hablo de algo mucho más incisivo. Necesitamos un gobierno que tome como prioridad radical, casi como materia monográfica de su legislatura, el tema educativo. No prejuzgo si ese gobierno ha de ser de derechas o de izquierdas. Basta con que se halle cabalmente convencido de esta prioridad ineludible. Y que se comprometa a aunar todos los empeños y las fuerzas disponibles en este asunto imprescindible si se quiere sustentar en base sólida el futuro de nuestra convivencia.

Un gobierno que sepa distinguir lo importante de lo secundario. Que no confunda esa necesaria reforma con temas tan escasamente relevantes -en comparación con la magnitud de esta empresa- como las actuales (y deprimentes) discusiones sobre la asignatura de Educación para la Ciudadanía o la persistencia de la asignatura «Religión». Y que desde luego no mezclase esa prioridad con las viciosas cuestiones relativas a laicidad y laicismo, memoria histórica y demás asuntos que sin duda podrían esperar. Me refiero a una verdadera reforma que debería iniciarse con la sistemática dignificación, efectuada a través de todos los medios al alcance del poder público, del Magisterio, comenzando por la primera enseñanza. Y que llevaría consigo una supervisión continua y constante de los contenidos de la enseñanza, efectuada con criterios sólidos y abiertos. Algo que hubiera podido hacerse, y no se hizo, en las primeras legislaturas socialistas, cuando el gobierno disponía de una legitimidad incuestionable. Por razones que se me escapan, se dejó pasar la ocasión.

Con muy buen criterio se sustituyó la ideología marxista por la retórica reformista de la mejor tradición del Noventa y Ocho y de la Institución Libre de Enseñanza, pero no se ejecutó lo que esas tradiciones pedían a voz en grito, y que sólo durante el breve tiempo de la Segunda República se intentó llevar a cabo. La trama de maestros de escuela formada durante la República fue aniquilada de forma criminal tras la Guerra Civil, del mismo modo que las huestes anarquistas acabaron de forma asesina, desde las retaguardias, con los mejores educadores religiosos. De ese doble terror -rojo y negro- surgió un país que pactó tácitamente desde finales de los años cincuenta la necesidad de salir de la pobreza. Todo se encaminó en esa dirección a través de planes de estabilización y de desarrollo. Pero el franquismo dejó la educación como un gravísimo tumor que la transición no supo curar.

Estos años de prosperidad no han sido aprovechados para la Educación. No es este un país caracterizado por la sabiduría previsora del José bíblico. Durante estos años se ha ido dibujando la grotesca figura del «nuevo rico», pagado de su prosperidad material pero indigente hasta el ridículo en educación y cultura (a las que suele vanagloriarse de despreciar). Actualmente no parece posible afrontar la educación de forma drástica como podía haberlo hecho el PSOE en su primera etapa de la transición. Un período que nos trajo muchas cosas buenas -la reforma militar, la reconversión industrial, la entrada en la OTAN y la unión con Europa-, pero que descuidó quizá lo más importante. Habo talento, pero faltó genio. Falló la intuición, propia del genio político, que sabe adivinar lo que realmente es la máxima prioridad dentro de las necesidades de una sociedad, en este caso la española. Debió prolongarse el cambio que se operó al trocarse una sociedad predominantemente agrícola en una industrial y de servicios, y sobre todo una sociedad puramente oral, escasamente alfabetizada, por una sociedad con índices menguantes de analfabetismo. Pero eso no era suficiente. El analfabetismo no se combate tan sólo mediante el aprendizaje de la escritura. A ello debe añadirse la educación, la que permite adquirir conocimientos y, sobre todo, criterios respecto a lo que debe aprenderse. Lo que nos distingue de aquellos países a los que quisiéramos parecernos es esto. Por mucho que haya descendido la educación en Francia, en Italia, en Alemania, en el Reino Unido, en Suecia, en Dinamarca, en Austria, la distancia con nuestros niveles es extraordinaria. Hay datos cuya sola mención produce rubor: España dispone de más universidades que Alemania, pues no hay autonomía que no alardee de una o varias universidades propias (muchas de ínfima calidad). Así mismo, se caracterizan esas universidades por su radical inmovilidad tanto de alumnos como de profesores. Es la antítesis del dinámico modelo universitario alemán.

Considero poco probable que alguna vez un partido político, de derechas o de izquierdas, abandere la causa a la que me estoy refiriendo, aunque no es imposible que suceda: es una propuesta que entra dentro de lo verosímil. Lo que es muy improbable es que ese partido disponga del anchísimo margen que poseía el gobierno socialista en su primera legislatura. Hoy por hoy no podría llevarse a cabo un empeño como el que emprendió la Tercera República francesa, de cariz reformista radical. O como el que ya se inicia en Austria con el breve pero importantísimo régimen ilustrado de José II, o en Prusia a partir del gobierno revolucionario antinapoleónico.

El gobierno español que emprendiese esta tarea debería inspirarse en un modelo diferente. Se trataría de convocar, con verdadera urgencia, a todas las fuerzas sociales y políticas implicadas, tal como hoy existen, de manera que se les comprometiera en la reforma, empezando por el partido de la oposición y los restantes partidos del espectro nacional, también a las autonomías -aun a sabiendas de su naturaleza caciquil y clientelar-, a las principales instituciones sociales (sindicatos, empresariado), a las grandes instituciones educativas (asociaciones de maestros, institutos de segunda enseñanza, universidades), y sin duda a la Iglesia Católica, u otras instituciones involucradas en materia de enseñanza. Con el máximo empeño y paciencia ese gobierno trataría de convencer a todas esas fuerzas de la urgencia y necesidad de una reforma de esta naturaleza. Se debería crear, con toda la solemnidad que el asunto requiere, unos verdaderos Pactos de la Moncloa de Educación, comparables a los que en otro tiempo permitieron paliar los efectos de la crisis económica y facilitar la transición política. Ignoro si lo posible puede ser probable, pero cada día estoy más convencido de la necesidad de esta drástica reforma educativa. Sólo ella nos permitirá salir algún día de la pesadilla de una España Negra que vuelve de forma irremediable, según el principio freudiano del retorno de lo reprimido. Creíamos ingenuamente que la transición había enterrado el Celtiberia show en el baúl de los malos recuerdos. No ha sido así.

Quizá sólo esa reforma educativa conseguiría que al fin el españolito que llega al mundo no sienta hielo en el corazón por culpa de una de las tres Españas (aquí Antonio Machado se quedó corto): la España negra de pandereta y sacristía, la España roja de los Jóvenes Bárbaros y del anticlericalismo fanático o la No-España de los nacionalismos soberanistas, anclados en pasados imaginados.

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