Dentro de Cracolandia, el gran mercado del 'crack' de Brasil
En el centro de São Paulo hay casi 1.500 personas consumiendo droga al aire libre. En la zona ya sólo quedan cuerpos ausentes, violencia y miseria
Fentanilo, la droga que mató al bebé del hijo de Paul Auster que se ha vuelto una epidemia en EE.UU.
Enviado especial a São Paulo
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Iniciar sesiónEl apartamento está reformado y es un primero exterior. De 69 metros cuadrados, cuenta con cocina, salón y un dormitorio. El precio, para el centro de São Paulo, debería ser una ganga. Son 260.000 reales, unos 47.000 euros al cambio ... actual. Pero quienes se atreven a llegar hasta aquí les parecen caros, dado lo que se encuentran al abrir las persianas del balcón, y asomarse a la calle Guaianases.
Es tierra de nadie, una escena digna de un novelesco final de la humanidad. Un hombre arrastra un sofá de tres plazas de una cuerda. Otros dos, hombro con hombro, inhalan de una pipa de metal. Detrás, un tipo con el pelo apelmazado en lo que parecen bolas de barro da vueltas sobre un pie lentamente, mirando sin ver, desnudo de cintura para abajo. Cientos de personas bloquean todo un tramo de la calle, 250 metros expoliados totalmente de comercios a excepción de un barucho con las persianas medio bajadas y encargado de mirada recelosa.
Estamos en el corazón de Cracolandia, como los paulistanos se refieren a este marasmo de cuerpos ausentes que han reclamado calles enteras con la única finalidad de consumir las drogas más dañinas, las que despojan de toda conciencia. Casi todos ellos van con el pequeño tubo de metal en la mano, desde el que inhalan el 'crack' y sus nuevas variantes, cada cual de nombre más arcano: spice, K2, K4… La última, la del mayor efecto zombi, es el K9, y cuesta una miseria: cinco reales, menos de un euro, por dosis.
Es una droga que tiene a la Policía y las autoridades sanitarias en guardia, porque provoca agresividad, brotes cada vez más violentos. Los robos, cada cual más temerarios, se disparan. La mañana del Domingo de Resurrección, una turba enloquecida se desbordó, salió de este pequeño tramo en el que la masa parece dormitar y arrasó una farmacia y un pequeño restaurante árabe en la calle paralela, Rio Branco.
Más violencia
«Lo único que nos dejaron fue la nevera y el congelador», dice a ABC el dueño de este último establecimiento, el libanés Mahmoud Nazzal, de 52 años. Huyó en 2015 de la guerra siria, pero allí nunca tuvo que padecer lo que le tocó aquel domingo de abril. Sólo tuvo que acercarse a la esquina para ver cómo la masa pasaba de mano en mano sus televisores, freidora, microondas, hasta las cajas de cartón con el nombre del bar, Rosa Delicias Árabes. «Sobreviví a la pandemia, pero a esto no se puede sobrevivir», dice hoy, desde otro local, a 650 metros, en una calle más segura y con un alquiler más caro, que ha abierto para cerrar el antiguo.
«Sobreviví a la pandemia, pero a esto no se puede sobrevivir»
No es que estas calles, en pleno barrio de Campos Elíseos, se hayan considerado seguras en un tiempo cercano. Desde luego, no en una ciudad como São Paulo, la mayor metrópolis de América Latina, donde maniobrar entre el crimen callejero es una forma de vida: 560.000 robos, 12.600 violaciones, 3.000 homicidios por año. Pero tras la pandemia, y varias intentonas fracasadas de desperdigarla, Cracolandia ha vuelto con más fuerza que nunca.
Hay, según el gobierno estatal de São Paulo, entre 1.300 y 1.500 personas consumiendo droga en un momento cualquiera, al aire libre, en calles de nadie conocidas como 'fluxos', flujos de personas, que la Policía observa desde la distancia, junto con médicos, enfermeros, trabajadores sociales, con sus chalecos y sus libretas, anotando, registrando, la imagen misma de la impotencia.
Entre tanto piso vacío y tanta tienda desalojada, los que resisten subsisten con temor, haciendo planes de contingencia. Sidney Padilla, de 57 años, es dueño de Adão Metais, una tienda de accesorios de motos. Ha tenido que colocar rejas en el escaparate, en los bajos del centro comercial Moto e Aventura. De tanto en tanto alguien deambula sin rumbo hasta la puerta, ojos en el infinito, mano extendida pidiendo dinero.
«Los que mandan deben decidir si van a dejar que Cracolandia se quede para siempre ahí», dice Padilla señalando, «porque ese será nuestro final». Han cerrado un 40% de los negocios en este centro comercial ylas ventas han caído más del 70%. Estas calles eran tradicionalmente todas de un gremio, el de los vendedores de motos. Las Harleys, las Kawasaki, las Ducati, se exhibían en la calle. Hoy, están bajo llave.
«Lo bueno de estar aquí era que los amantes de la moto venían a ver varias tiendas, los negocios nos apoyábamos. Y eso no se puede repetir, no podemos, de repente, mudarnos todos a otro sitio a la vez», cuenta. Él emplea a ocho personas, y no sabe cuánto tiempo más podrá seguir pagándoles.
Por la noche
Y eso es a plena luz del día. Pernoctar aquí es impensable. Los hostales que no han cerrado los suelen usar drogadictos con algo más de recursos para colocarse y pasar la noche.
Charles Meneses, de 41 años, gestiona 35 alquileres vacacionales en la zona centro de São Paulo. Los que tiene cerca de Cracolandia se alquilan a duras penas. El precio se ha desplomado al mínimo para mantenerlos. Son 69 reales, unos 12 euros por noche, por cuarto. Él lo comprende. A veces, si acaba tarde de trabajar, se tiene que quedar a dormir en uno de estos cuartos vacíos, o en el suelo de su despacho. Por aquí jura haber visto de todo. Hasta golpes a niños a los que es roban la mochila al volver del colegio, porque los autobuses escolares ya ni se atreven a hacer las paradas por estas calles, y los sueltan a varias manzanas de distancia.
Grave problema de salud pública
Algunos vecinos plantean que se trate de forma voluntaria o involuntaria a los adictos que llenan las calles del centro
La desesperación y la impotencia llevaron a Menses a juntar a cientos de comerciantes y moradores del barrio el año pasado, para cortar el 'minhocão', una de las grandes vías elevadas del centro de la ciudad, al grito de «fuera Cracolandia». De ahí, pasó a fundar la Asociación General de Moradores y Comerciantes del centro de São Paulo, que ya suma unos 6.000 miembros. Para él, esta aglomeración de drogadictos en el centro es un gran fracaso de la sociedad. «Brasil está enfermo», dice, con gesto amargo.
Culpa al crimen organizado por explotar a estas personas para venderles la droga, a las oenegés que quieren legalizar las drogas, a aquellos que sólo ven esto como un problema de salud pública. «Todos los que usted verá en defensa de Cracolandia son oenegés, son políticos financiados por el propio narco que quieren colocar a estas personas en una situación de victimismo», asegura. «Esta gente debe ser tratada de forma voluntaria o de forma involuntaria, o con lo que se llama internamiento obligatorio».
Ese es un punto que sacan a colación muchos vecinos, el de la posibilidad de que el Estado fuerce un desalojo. Es polémico, porque, como explican varios funcionarios de salud pública, la Constitución reconoce el derecho de movimiento a todos los ciudadanos.
«¿Por qué un usuario no puede tener ese derecho?», se pregunta Fabiana da Silva Pires, de la coordinadora regional de salud de la zona centro, afiliada al Gobierno local. «No digo que esto no cause incomodidad, solo que es impracticable llevarse a las personas esperando que se abran para entrar en procesos de cuidado de salud», explica. Dice que esas soluciones forzosas, nunca funcionan: el 'fluxo' vuelve a emerger. La droga reaparece donde estaba. Por eso São Paulo, como el estado federado, financian centros de día y, más recientemente, de internamiento y vigilancia, en los que comenzar una larga desintoxicación.
Una nueva vida
Así es como de esa masa informe de cuerpos drogados, ausentes, comienzan a surgir historias personales, con sus infancias, sus recuerdos, sus problemas. Es el caso de Monique Caetano, de 41 años, que lleva tres meses sin meterse. Atiende a ABC internada en el centro Boracea, en la zona de Barra Funda.
Ya siendo menor, tuvo que irse de casa, en Brasilia, tras declararse transexual, alcoholizada, después violada y prostituida. Pasó por Rio de Janeiro y acabó en una de esas nebulosas callejeras del centro de São Paulo a principios de año, en vigilia a base de 'crack', hasta que sin darse cuenta sacó las fuerzas necesarias para pedir la desintoxicación.
Vive vigilada desde entonces, consciente de que el riesgo de volver a caer es muy alto. «Lo que hay allí son solo personas desorientadas, desequilibradas, que también padecen mucho prejuicio, sabedoras de que nos discriminan, de que la mayoría querría encerrarnos», dice. «Cualquier lugar con droga es peligroso, nosotros vivimos mucha violencia por la droga, y acabamos reaccionando con violencia contra una sociedad que nos discrimina… es una reacción», afirma.
Ya se ha buscado una beca de reinserción, y quiere estudiar moda. Tratará de evitar escrupulosamente esas calles en las que vivió. A quienes viven en ellas no les es tan fácil. Desde hace meses, abunda el robo de cables del tendido eléctrico. Manzanas enteras quedan sin luz días, incluso semanas, porque los empleados de las eléctricas no se atreven a entrar. No llegan los repartidores, los taxistas, los carteros.
De ahí la abundancia de pisos vacíos, como el de la calle Guaianases. Al enterarse de la visita, el dueño, Mauricio Silveira, de 46 años, llama en cuestión de minutos. Le urge vender, se muda a Bahía tras diez años aquí. «El precio es negociable, puede ser menos», dice, inmediatamente. No da muchos detalles, pero las razones de su marcha son más que obvias. Eso sí, recuerda que el gobernador, Tarcísio de Freitas, acaba de anunciar un plan para renovar el centro, llevándose allí la sede de gobierno. Comprarlo tal vez sea una inversión de futuro, sugiere, o, más bien, un acto de fe.
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