Yagidne, el pueblo tomado como «escudo humano»
Los 360 residentes fueron capturados por las tropas rusas y hacinados durante casi un mes en el sótano de la escuela donde el comandante creó su cuartel general
Cuando los rusos se retiraron, los rehenes no se atrevían a salir del colegio por miedo a su regreso. Diez ancianos murieron, otras diez personas fueron ejecutadas y los supervivientes siguen traumatizados
Cuando los muertos no pueden descansar en paz
Mónica G. Prieto
Petro deambula con las manos cruzadas tras la espalda, elegante chaqueta a cuadros sobre ropa de faena, sin osar alzar la vista por los alrededores de la escuela. La mera presencia del edificio, con el patio de recreo horadado por trincheras y salpicado de vehículos ... militares carbonizados que despuntan de forma grotesca entre los columpios, traumatiza al hombre y al resto de vecinos. «Me paso el día deprimido, me pregunto una y otra vez por qué nos tuvo que ocurrir algo así. Al menos, mi mujer y yo sobrevivimos », dice con infinita tristeza y el asombro de quien aún no se acaba de creer lo ocurrido.
Es una sensación común en Yagidne cuya población al completo, 360 vecinos, fueron tomados como escudos humanos y conducidos al colegio a punta de ametralladora por las tropas rusas que capturaron el pueblo durante casi un mes. Fueron 25 días pensando «cada minuto» que iban a morir, que se asfixiarían por falta de oxígeno, que morirían de enfermedades como la decena de ancianos que pereció en aquel sótano sobre el cual el comandante ruso a cargo de la invasión de la zona había construido su base, ufano, seguro de que la presencia de civiles bajo sus pies disuadiría a los ucranianos de atacarlo. «A dos vecinos, hermanos, los mataron en esa esquina», dice Petro, apuntando a pocos metros. En total, diez personas fueron disparadas a bocajarro por desafiar las órdenes rusas . O por ser ucranianos. Nadie lo sabe: sólo cuando se retiraron, los vecinos hallaron los cadáveres.
Esta es la historia de un pueblo completo bajo trauma, de calles desiertas donde los niños no ríen ni los vecinos charlan. La tristeza se contagia de rostro en rostro , de casa en casa, hermanadas por la ausencia de cristales y marcos, las marcas ennegrecidas de los incendios, los escombros que se apilan en las esquinas y el recuerdo que sobrevuela cada rincón de Yagidne.
«A todos nos cuesta hablar», explica Nina Guley, de 68 años, que necesita sentarse en un bordillo para revisitar lo ocurrido el 4 de marzo. «Había muchos combates desde el inicio de la guerra y los vecinos nos habíamos refugiado en nuestros sótanos, cuando los rusos llegaron al pueblo. Llamaban puerta por puerta, nos encañonaban y nos obligaron a ir al colegio. Decían que si no obedecíamos, nos lanzarían una granada ». Las familias fueron saliendo, aterrorizadas, sólo para encontrarse al resto de vecinos desfilando por las calles en un moderno pogromo. Las ametralladoras rusas que les apuntaban garantizaban que nadie se resistiera. No habían salido de sus casas desde finales de febrero, cuando la proximidad del pueblo a la frontera rusa y bielorrusa les había expuesto al fuego directo de la artillería.
Hasta 150 personas hacinadas
«Sólo en mi jardín había 15 soldados», apostilla Valentina Shilo, de 50 años, quien cuando salió de su casa vio la aldea convertida en un escenario bélico. «Muchos soldados y muchos vehículos. Llegaban a cada casa y nos sacaban a la fuerza. Cogimos una bolsa con documentos, el teléfono y algo de comida, como recomendaban en las noticias, porque pensamos que sería cuestión de dos o tres días», recuerda la mujer. La procesión de indefensos y confundidos vecinos fue dirigida a la escuela, unos 600 metros más allá, donde comenzó un secuestro que sólo terminaría el 30 de marzo, que incluyó a 77 niños —el menor, un bebé de mes y medio— y decenas de ancianos, entre ellos un hombre de 93 años, entre quienes se cuentan los fallecidos por las lacerantes condiciones del secuestro.
El colegio de Yagidne, donde estaban matriculados 23 niños de diversas edades, es hoy un memorial bélico. Entre los columpios, trincheras excavadas; en las puertas de cada grado —se impartía guardería, primaria y secundaria— cajas de munición militar rusas apiladas frente a pupitres; en el interior de la guardería, delicadas camas infantiles pintadas en vívidos colores con coches y animales han sido colocadas como parapetos y cubiertas de restos de raciones militares rusas y latas con restos podridos. El acceso al sótano donde los civiles fueron hacinados está señalado por una pintada reciente, en rojo, sobre la puerta verde: atención, niños, se lee en ruso. «Quince escalones más abajo está el sótano», detalla Petro. Frente a la puerta verde, sobre dos potros de gimnasia, las varas empleadas para bloquear la puerta. Al fondo, la sala de calderas donde los rehenes fueron obligados a almacenar los cadáveres que iba dejando su particular infierno hasta que los rusos les permitieron enterrarles.
«No nos sentíamos ocupados, éramos prisioneros. Era aterrador, primero porque los combates y las explosiones hacían temblar el edificio constantemente, y segundo porque no teníamos sitio», detalla Valentina, profesora de Música en el colegio. «El fuego era tan constante como la lluvia» , apostilla Lubab, que cumplió 62 años en pleno cautiverio. En uno de los muros de la escuela, el impacto de un proyectil testimonia la ferocidad de la situación. «Cuando llegué con mi familia no había sitio, así que tuvimos que quedarnos en el pasillo. El frío era helador. Solo nos dejaban salir al patio del colegio por las mañanas, para aliviarnos, y el resto del tiempo usábamos cubos». Los niños lloraban y los ancianos gemían de miedo, componiendo una sinfonía siniestra.
«Los adultos podíamos aguantar, pero algunos ancianos estaban perturbados. Insistían en volver a casa y había que detenerlos», continúa Lubab, que cuenta que en la mayor habitación había 150 personas hacinadas. «En mi habitación, más pequeña, éramos 44, entre ellos ocho niños y 10 jubilados». Sin luz ni agua corriente, sin ventilación dado que no hay ventanas salvo dos tragaluces tapiados por madera, estuvieron un mes «sin lavarnos los dientes o ducharnos», pasando hambre, sed y frío extremos. Las condiciones higiénicas eran tan deplorables que temían una epidemia. Muchos desarrollaron escabiosis.
Lo peor, la incertidumbre
Lo peor, coinciden, era la incertidumbre. En la procesión que les llevó al colegio les arrebataron los móviles, y eso les desconectó del mundo dejándoles a expensas de la desinformación rusa . La localidad tuvo la mala suerte de quedar en el camino empleado por los rusos para asaltar Chernigov. Los accesos fueron volados, y los 20 kilómetros que la separan de la capital provincial —antes, 10 minutos en coche— ahora implican tres horas por carreteras, la última de las cuales, una autopista, está salpicada de cráteres y proyectiles aún clavados en el asfalto. « Nos decían que Chernigov había caído , que Járkov había caído, la defensa ucraniana se había derrumbado y que Zelenski había huido a Francia». Aquellos que osaban preguntar a los rusos por qué les tomaban como rehenes, recibían la misma respuesta. «Os estamos liberando de la gente de Bandera», decían en referencia al líder nacionalista que combatió con los nazis en la II Guerra Mundial. «Sí que nos liberaron», ironiza Valentina. «Nos liberaron de la electricidad, del agua corriente, del asfalto y de nuestros electrodomésticos», prosigue en referencia al saqueo masivo que se produjo en cada casa de Yagidne . «Se llevaban hasta las bragas. ¿Quién haría algo así?», se pregunta Lubab.
El colegio fue inmediatamente transformado «en el cuartel general del comandante», prosigue Petro arrastrando palabras que tanto le cuesta pronunciar. «Y nosotros éramos su escudo , al menos tenía 370 escudos». La explicación es punzante: la población de la aldea no sobrepasa los 300 habitantes, pero decenas buscaron allí refugio sintiéndose más seguros en el pueblo que en la gran ciudad.
Petro, agricultor de 71 años, se resiste a acercarse al edificio. «No, no… No quiero volver a entrar», se justifica entre aspavientos. «No podíamos ni respirar ahí abajo. Estaba tan lleno de gente que ni siquiera nos podíamos sentar . Dormíamos acurrucados en el suelo, con la cabeza sobre nuestras piernas. Y luego estaban los bombardeos, que nunca cesaban».
Ningún otro vecino había accedido a acompañar a ABC al recinto, cuyas puertas han sido cerradas por los investigadores. «Los niños se entretenían pintando la bandera ucraniana y escribiendo el himno sobre los muros», aduce Svetlana, que no ha parado de temblar desde que accedió a hablar. « Aún sigo en shock . Sigo sin poder creerlo. Cada día que pasé en ese sótano creí que iba a morir », explica inhalando profundas caladas. En el interior del sótano, en los márgenes de la puerta verde los vecinos anotaban los nombres de los muertos y el día en que fallecían. Hay 17 nombres. También apuntaron el calendario de su secuestro, que comienza el día 4 y termina el 30. Debajo, la frase el 31 llegaron los nuestros.
Se negaron a entregar a las niñas
Después estaba la interacción con los soldados. La mayoría de los que controlaban el colegio eran rusos, pero quienes recorrían las calles saqueando casas eran de la república de Buriatia. « Muchas noches llegaban borrachos . Uno de ellos, un buriato, se sentó frente a mí y me exigió que bebiera de su cantimplora. Sólo pensaba qué podía responder para que no me matara. Le dije que no tomaba alcohol, y se volvió a mi vecina, quien le dijo que estaba medicada. El marido de ésta sí bebió un poco, y el soldados se calmó», continúa Svetlana.
«A mí me apuntaron en la frente, amenazando con matarme », explica Ruslan, granjero de 47 años. «Calculo que habría 700 soldados en la aldea aquellos días, y no había forma de escapar. Nos decían que si alguno se atrevía a abrir la puerta del sótano, moriría. Dos vecinos de otro pueblo vinieron y les ejecutaron en la calle», continúa. Valentina también creyó que iba a ser asesinada. «Una noche, uno entró en el sótano y como no había sitio para moverse, me clavó el cañón de su arma en el estómago para que me apartara ». Ruslán recuerda cómo otro llegó por la noche, cargó su arma en medio de los residentes y preguntó: «¿Puedo disparar aquí?». Los consultados dicen que no hubo episodios de abusos sexuales «porque fuimos muy valientes y nos negamos a entregar a las niñas».
A medida que se alargaba el secuestro, algunos ancianos enfermos empezaron a morir . Al principio los rusos los fueron apilando en la sala de calderas pero a medida que se llenaba decidieron permitir a los familiares que los enterraran en el cementerio cuando había pausas en los combates. «Iban en grupos pequeños para darles sepultura», recuerda Svetlana. En una ocasión, los combates se reanudaron en medio del funeral. «Cuatro resultaron heridos, volvieron con heridas de metralla».
El final del infierno fue tan repentino que no dieron crédito, hasta el punto de que muchos prefirieron quedarse una noche más en el sótano por si los rusos regresaban . «Fue el 30 de marzo. Oímos motores que se alejaban, y las explosiones eran cada vez más distantes. Algunos hombres se asomaron y después salimos los demás, pero la mayoría regresamos por miedo a que volvieran y nos ejecutaran a todos. Si era una trampa y se habían escondido, estábamos muertos », aduce Svetlana.
Las huellas de la guerra
Ese fue el momento en que la alcaldesa de Yagidne logró llegar. «Vivo en otra aldea porque soy alcaldesa de tres municipios y los tres fueron ocupados. En mi pueblo, Ivanievka, no nos dejaban salir de nuestras casas, éramos rehenes pero nada comparado con lo que les ocurrió a ellos», explica Olena Shvidka por teléfono. «El 30 de marzo los rusos se fueron de Ivanievka. Intenté llamar a Yagidne pero ningún teléfono funcionaba. Al día siguiente decidí conducir hasta allí». La distancia, cinco minutos en coche, se le hizo eterna por la cantidad de minas y proyectiles que había que sortear. «Conducía a 15 kilómetros por hora», especifica. «Al llegar, en la primera calle, una pareja se acercó, contándome entre lágrimas lo sucedido. Me llevaron al sótano y nunca olvidaré lo que vi allí . La gente seguía hacinada porque les daba miedo salir. Era difícil moverse entre ellos de lo abarrotado que estaba. Al menos 200 personas seguían encerradas, incluidos niños, en condiciones insalubres. La mayoría tenía costras en la piel». Según los cálculos de la alcaldesa, unos 360 personas fueron escudos humanos del cuartel militar ruso, 10 murieron en el sótano, siete fueron ejecutados en las calles y hay un desaparecido . «No sé por qué les ejecutaron, pero le puedo explicar por qué ejecutaron a mí tío, Igor Zuek, de 58 años, que había combatido con el Ejército soviético en Afganistán», dice con voz grave. «Llegaron a su casa de Ivanievka y le exigieron que le acompañaran. El dijo que él no se marcharía de su casa y le dispararon. Después, quemaron su casa. Mi abuela murió de pena», dice Olena.
El trauma pesa como una losa en Yagidne, como en Ivanivka y en innumerables pueblos de Ucrania. «Pienso día y noche en lo ocurrido. No puedo dejar de darle vueltas. En realidad, he salido a pasear porque en casa no me lo quito de la cabeza, pero como vivo allí enfrente, no me queda más remedio que ver este lugar cada vez que salgo», añade Petro señalando la escuela. La alcaldesa promete que el edificio nunca más funcionará como colegio, que ya se les había quedado grande y anticuado antes de lo sucedido. Parece impensable que ningún niño sea feliz allí, dado el dolor que genera su mera visión. «No sólo me pasa a mí, al resto le ocurre lo mismo porque las huellas de la guerra están en todas partes », murmura Petro. «¿Cómo podríamos olvidarlo?»
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