Brexit: la historia de cuatro años de psicodrama inglés
El debate europeo, que se ha llevado por delante a cuatro primeros ministros, fracturó a la sociedad por completo
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Iniciar sesiónEl sentido del humor y la fascinación por la excentricidad son notas distintivas del alma inglesa, admirable por muchos motivos, aunque arrastre sus defectos (la hipocresía y el clasismo). El 15 de junio de 2016, solo ocho días antes del crucial referéndum del Brexit ... , acabó siendo un día de coña marinera. Nigel Farage , entonces de 52 años, el descacharrante líder del partido eurófobo y xenófobo UKIP, el nota de la pinta y el cigarrete, hizo esa jornada un esfuerzo infrecuente en él y se levantó a las cinco de la mañana. Objetivo: remontar el Támesis desde el puerto de Ramsgate, en Kent, hasta el mismísimo costado del Parlamento, capitaneando una flota «Leave» de treinta barquitos. Todo en defensa de los derechos de los pescadores británicos, según Farage machacados por Bruselas.
Pero al surcar el Puente de Londres, una inesperada flotilla pirata del bando «Remain» salió a su paso. Al frente, el bucanero Bob Geldof , el rockero que ha hecho de la filantropía su modo de vida. Ambos almirantes no tardaron dos minutos en empezar a insultarse por megafonía. Geldof, de 64 años, melenilla gris al viento, ataviado con gorra blanca de heladero y camiseta de rayas, llamaba a voces «¡fraude!» al líder de UKIP y le gritaba dos argumentos: «El Reino Unido es el país con más derechos de cuota de pesca de la UE y el que más gana con ella». Farage, vestido como un patrón de yate en una boda, con su americana cruzada y su corbatón amarillo, acusaba a Geldof de ser «un millonario» al que «no le importa nada la gente destruida por la política pesquera de Bruselas». Al llegar a la altura de los Comunes, la Policía pidió a la fogosa marinería que bajase un poco el volumen, porque a esa hora el inventor de todo el psicodrama del Brexit, el premier David Cameron , estaba en la Cámara explicándose.
La pesca es en realidad una nimiedad para la economía británica, pues solo supone el 0,1% del PIB y emplea a 12.000 personas. Las cuotas pesqueras llevan en vigor sin problemas 47 años. Franceses y belgas faenan en la costa inglesa desde hace 300 años. Sin embargo la pesca se ha convertido en el último obstáculo para un acuerdo comercial entre el Reino Unido y la UE , por tratarse de una bandera clásica del antieuropeísmo inglés.
El triunfo del Leave en el referéndum
La importancia que concede el Gobierno de Boris Johnson a un sector que no la tiene, como la pesca, refleja la médula del Brexit: una protesta de matriz nacionalista. Tras el triunfo del Leave por 51,8%-48,1% (17,4 millones de votos contra 16,1), pregunté por el móvil del resultado sorpresa al siempre brillante historiador anglo-español Felipe Fernández-Armesto : «Es difícil explicar irracionalmente un paso irracional. Pero fue por nacionalismo. No existe el nacionalismo británico, pero sí el inglés, y cuando las cosas van mal buscan un culpable. Es como cuando los catalanes culpan de todos sus problemas a Madrid en vez de asumir sus responsabilidades. El Brexit es igual, todos los males vienen de Bruselas».
Nigel Farage, antiguo agente de bolsa con temprano éxito en la City, dejó el Partido Conservador en los años noventa, enfurecido por la decantación de Major por Maastricht. En 2006 se puso al frente de UKIP , hasta entonces una minúscula formación nacionalista de ribetes frikis y más bien xenófoba. Pero el carisma borrachuzo de Nigel, con sus humoradas y su hábil oratoria, lo convirtió en la sorpresa de la política inglesa. En 2014, un año antes de las generales, UKIP dio la campanada y ganó las elecciones europeas. Poco después hablé con Farage y explicaba su malestar con Bruselas (que paradójicamente era su medio de vida, pues fue eurodiputado durante largos años): «Tenemos muy poca influencia allí. Estaríamos mucho mejor haciendo nuestras propias leyes, sin estar atados al cadáver moribundo de la UE». Por supuesto no faltó en la conversación una de sus astracanadas: «Amo a España. ¡Nadie ha bebido tanto Rioja como yo!».
«Estaríamos mucho mejor haciendo nuestras propias leyes, sin estar atados al cadáver moribundo de la UE»
Nigel Farage
Líder de UKIP hasta 2016
Pero para el Partido Conservador, que ante todo es una máquina de poder, Farage no era ningún chiste. Ante la crecida de UKIP sonaron todas las alarmas. Cameron, un ludópata de las urnas que había tenido suerte en el cara o cruz del referéndum de 2014 en Escocia , prometió que si ganaba los comicios del año siguiente organizaría otra consulta, esta vez sobre Europa. La jugada le salió bien y también horriblemente mal. Ganó por mayoría absoluta y contra las encuestas las elecciones de 2015. Pero a cambio perdió el referéndum del Brexit y liquidó su carrera .
La cuestión europea ha sido en realidad el psicodrama interno del Partido Conservador, que lo trasladó al conjunto de la sociedad. Ese debate se ha llevado por delante a cuatro primeros ministros conservadores: Thatcher, Major, Cameron y May. La Dama de Hierro hizo una activa campaña por el ingreso en el referéndum de 1975 (por ahí andan sus curiosas imágenes ataviada con un jersey con las banderas de todos los países de la Unión). Pero lo concebía como un mero club comercial y recelaba de la creciente unificación. En octubre de 1990, Thatcher estalla con furia en los Comunes ante los planes de Delors y pronuncia su célebre discurso del «No, no, no». Ese alegato antieuropeo provoca un golpe interno en su gabinete, que acaba echándola del Número 10. Major se quedó sin el oxígeno del partido por su apoyo a Maastricht. Cameron, de templada naturaleza euroescéptica, hizo campaña por la UE apelando al miedo económico y pinchó. La honorable Theresa May entendió que había que respetar lo elegido por el pueblo e intentó la solución cabal, el Brexit razonable, el único acuerdo posible. Lo alcanzó con el negociador francés Barnier . Pero nada resultaba suficiente para complacer a la insaciable ala brexitera dura de su partido, que en en el fondo desea la ruptura brutal con Europa, sin pacto alguno. El plan de May fue rechazado tres veces en los Comunes y en junio de 2019 tuvo que dejar paso a quien era el líder natural tras el triunfo del Brexit: Boris Johnson, el astuto oportunista que había sido mascarón de proa de la campaña del «Leave» (con el ministro Michael Gove como cerebro y un inteligente y frío Rasputin, Dominic Cummings , como estratega).
El liberal Nick Clegg , un europeísta casado con una abogada española y hoy relaciones públicas de Zuckerberg , fue en su día viceprimer ministro con Cameron. Clegg hizo una campaña por Europa tan apasionada como fallida. En el abatimiento de los días posteriores a la derrota me explicaba en su despacho del Parlamento que ya lo veía venir: «Estaba bastante confiado en que la gente votaría por la permanencia. Hasta que una semana antes de la votación fui a mi circunscripción de Sheffield [Norte de Inglaterra]. Noté que el estado de ánimo era totalmente distinto a las encuestas. Entonces escuché a Osborne [ministro de Hacienda de Cameron] anunciando que si no ganaba el Remain habría subidas de impuestos y recortes. La gente se enfadó muchísimo ante aquellas amenazas ridículas. En el Norte, votar Brexit no era votar contra Bruselas, era votar contra Londres, contra Westminster, contra Osborne y sus amenazas».
Trump, el otro terremoto populista
El Brexit y el triunfo de Trump . Los dos terremotos populistas que sacudieron 2016. Ambos con idéntico reflejo: el sector relegado de la sociedad daba una enorme patada en la espinilla al «establishment». El Brexit ganó contra las advertencias apocalípticas del FMI y la OCDE, que se han incumplido, pues incluso con el golpe del Covid el paro está hoy en el Reino Unido en solo un 4,9%. Fue un grito contra el Gobierno de Cameron y Osborne , contra las élites, contra las amenazas del propio Obama , que en vísperas de la votación viajó expresamente a Londres para advertir que relegaría al Reino Unido «a la cola» en las negociaciones comerciales si optaban por el Leave.
El dúo Pet Shop Boys , bajo su apariencia chiclosa, llevan décadas siendo uno de los observadores más cínicamente agudos de la realidad británica. El año pasado publicaron una canción política titulada «Demos una oportunidad a la estupidez»: «Ya hemos escuchado demasiado a los expertos y sus acuerdos / ¿Por qué afrontar los hechos cuando tienes los sentimientos? / Permitamos que el mundo sea un carrusel, demos una oportunidad a la estupidez». Un perfecto resumen del Brexit. Los datos eran incontestables. Casi la mitad del comercio británico es con la UE. Cortar un cordón umbilical de 43 años suponía autolesionarse sin necesidad. Pero la campaña del Leave despreció esas amenazas bautizándolas como «El Proyecto Miedo». «Los británicos ya están hartos de expertos», manifestó un displicente Michael Gove en televisión, en frase que hizo fortuna.
«En el Norte, votar Brexit no era votar contra Bruselas, era votar contra Londres»
Nick Clegg
Viceprimer ministro con Cameron
El Leave era emocionante. Apelaba a un sentimiento nacionalista, «tomar las riendas de nuestro propio destino». Remain, en cambio, solo ofrecía miedo económico, vendido por un Cameron que reconocía que ni a él mismo le gustaba demasiado el proyecto europeo. Como guinda, la abulia del líder laborista, Jeremy Corbyn , de alma euroescéptica, que nunca defendió con pasión la posición oficial de su partido por la permanencia.
El triunfo del Leave fue un asunto inglés y galés (en Escocia e Irlanda del Norte barrió el Remain). Una victoria de los mayores contra los jóvenes, que en un 70% votaron por quedarse. Las zonas más postergadas, como los tradicionales feudos laboristas del Norte que se volcaron con el Brexit, se impusieron a las pujantes (Europa ganó por un 60% en Londres ). Los licenciados metropolitanos perdieron frente a las personas sin estudios de la Inglaterra olvidada. El Brexit fue la queja emocional de personas castigadas por la resaca de la crisis de 2008, hartas del dominio cosmopolita y altivo de Londres y medrosas de su lugar en el mundo ante la novedad de la globalización. Todo teñido por una campaña del Leave de soniquete xenófobo, que señaló a los inmigrantes como una lacra y dibujó país como desbordado de extranjeros, debido a «la falta de control sobre nuestras fronteras». La realidad es que cuatro años después, la llegada neta de inmigrantes sigue estable, no ha bajado como prometía falazmente el Leave. El año pasado el saldo fue de 282.000 foráneos más, aunque con más estudiantes asiáticos y menos trabajadores de la UE poco cualificados.
El último clavo del Brexit lo martillearon las nostalgias imperiales de muchos mayores, que siguen creyendo en la fábula de la excepcionalidad británica, a pesar de que el fiasco de Suez de 1956 ya certificó que el declive era inexorable. Tampoco gusta -y esto es una verdad incómoda y poco expresada- que el jefe real del club europeo sea el implacable enemigo al que derrotaron en su gesta de los años 40: Alemania .
Johnson: del autobús rojo a la carretilla elevadora
El Brexit comienza con una mentira en un autobús rojo y acaba con una fanfarronada al volante de una carretilla elevadora. En en ambos casos el conductor fue el periodista Boris Johnson, el único político británico al que el público llamaba por su nombre de pila y concedía el estatus pinturero reservado a los astros del rock. En la campaña del referéndum se paseó con su autobús colorado bajo la promesa falsa de que saliendo de la UE el país tendría 350 millones de libras más por semana para su sanidad pública, el NHS. En la campaña electoral de diciembre del año pasado, en una fábrica norteña de vehículos de transporte derribó un muro de poliespán donde ponía «Get Brexit Done», subido al volante de una carretilla elevadora engalanada con la bandera inglesa. Simbolizaba así que llegaba la hora de acabar con el drama que ha partido en dos a la sociedad inglesa durante cuatro años y ha disipado sus energías. El público se lo compró con una espectacular mayoría absoluta. Boris logró incluso derribar el llamado «Muro Rojo del Norte», pues supo ver que los feudos laboristas de siempre se habían vuelto brexiteros.
El joven Boris fue un corresponsal antieuropeísta en Bruselas, con crónicas incendiarias en el «Telegraph». Pero el Boris alcalde de Londres era un liberal cosmopolita, que todavía en 2013 hacía declaraciones sobre las ventajas de Europa. Se subió al carro del Brexit porque supo ver que era su escalera directa al Número 10. Ahora promete un futuro «maravilloso», haya o no acuerdo, con el país llevando al fin «las riendas de su destino». Cuenta con la ventaja de que el shock económico del Covid camuflará los males que pueda provocar el Brexit, que será fuente de deslocalizaciones y de inflación, con subida de la cesta de la compra. El adorado Rioja, el vino más bebido en Inglaterra, se pondrá caro en el Tesco. Pero el primer problema es más grave y hondo: el Gobierno nacionalista escocés ya exige un nuevo referéndum de independencia el año que viene. La gran factura del Brexit podría ser al final la desunión del Reino Unido, como bien advirtieron -sin que nadie les escuchase- los viejos zorros Major y Blair.
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