El mono Manolo, vigía de la calle de Bailén
GATOS QUE FUERON TIGRES
Los clientes habituales de los bares daban al mandril propinas en forma de tapa y caña
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Iniciar sesiónLa calle de Bailén de Madrid es una buena nueva, si la comparamos con el resto de caminos que cruzan el viejo Madrid. No se podía pasar por alto, nunca mejor dicho, el acantilado de veinticinco metros que partía el Bailén Real del Bailén del ... hampa, la del otro lado de Segovia, donde la ciudad creaba juderías y morerías para tenerlos cerca pero bien lejos. Una calle recta que era un descenso a las cloacas de la ciudad, justo donde nació Mariano José de Larra y que por fin se unió a finales del siglo diecinueve en un hito de la ingeniería urbana. No fue fácil hacerlo antes.
Por eso Bailén, en este lado del viaducto, admitió siempre a personas que usaban Madrid para sobrevivir, pero muy a su manera, como una república independiente donde la vida valía lo que duraba una pena. La misma Baldomera Larra, creadora de la Caja de Imposiciones y primer sistema 'ponzi' de estafa chulapa, animaba a sus arruinados a que saltaran por el viaducto en forma de reclamación. Cada vida valía una peseta en un Madrid que admitía derrotas.
A primeros de los noventa del siglo pasado, antes de ayer, en la calle de Bailén esquina con Don Pedro, se encontraba el mesón de Manuel, una casa de comidas creada por un madrileño de Huelva encantador que trajo consigo la hospitalidad andaluza al Madrid de la resaca, el de la movida madrileña que dijo Umbral y que el alcalde Tierno azuzaba para vivirlo colocado. Por eso, nuestro gato que fue tigre era, en realidad, un mono: el mono Manolo, juez y parte de este barrio de Madrid hasta que nos dio vergüenza ser de aquella forma.
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Cuando España era una feria, nómadas del carro y la muleta, del circo, de las bestias, del hombre gigante y del enano atleta, la del hombre bala y el elefante de la tristeza, Manuel se fue a Huelva de vacaciones para toparse en el camino con una de esas familias tunantes que cruzaban España por santos y patrones. Le comentaron que un mandril acababa de nacer y que era un problema para ellos. Manuel no dudó en comprarlo para convertirlo en un mini él, un Manuel que sería Manolo y que trajo de vuelta a Madrid, porque la ciudad entonces aún mantenía vaquerías y gallinas en corralas y cercanías. Aún no se habían adueñado de todo los animalistas de adoquín, los de botella de agua para el pis y que llenan sillones de psiquiatras por la depre de su Yorkshire menopáusico.
El mono Manolo aterrizó, pues, en la calle de Bailén, para ser el alma máter del mesón de la calle. Como nuevo madrileño, su lugar no fue otro que la barra, donde Manuel ató a Manolo con una cadena y donde clientes, habituales y perplejos, comenzaron a querer y tratar al mandril como quien tiene un sobrino exótico que habla poco y luce mucho. Algunos parroquianos comenzaron a sentir predilección por el mono Manolo, tanto, que terminó por acostumbrarse a las propinas en forma de tapa o cerveza.
Poco a poco, el mono Manolo fue creciendo y la cuerda que lo sujetaba a la barra tuvo que cambiarse por una cadena más resistente. Pero como buen madrileño, ¡qué gato más mono Manolo!, comenzó a pedir a su dueño que lo soltara algunas horas al día. Este accedió porque Manolo era muy buen actor, y el mandril saludaba a los comensales de la terraza, les pedía un trago, les hacía alguna gracia y así aprendió que siempre habría alguien dispuesto a darle otra cerveza.
Un día, Manolo, hecho ya un adulto de dientes afilados y una cirrosis en gestación, armó su primer lío. Pasaba un repartidor de Telepizza, primer Glovo nuestro, y saltó para caer encima del pobre pizzero al que por supuesto tiró del vespino. Policía, ambulancia y por favor «sujete usted a su mono si no quiere que le denunciemos». Ese Madrid que daba segundas oportunidades vio el aviso de lo que vendría después. A los pocos días, la cosa se complicó del todo. Celebraba una niña un cumpleaños en el parque de Las Vistillas, justo ahí al lado, con su piñata, sus mediasnoches y la abuela organizando la tarta. Manolo debió percibir el aroma del amor, la primavera de las oportunidades porque se escapó galopando con sus cuatro extremidades y el celo como único horizonte. Saltó sobre la abuela de la niña y claro, escándalo, niños llorando, mono cachondo y todo ese atardecer suicida interrumpido por los Bomberos, la Policía y la ambulancia.
El final, se lo imaginan, Manolo incautado, Manuel denunciado y un Madrid que despedía al gato que quiso ser tigre sin acordarse que era un mono.
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