La Barcelona del notario Lentisclà
Josep Pla afirmó que la auténtica historia debe buscarse en las notarías. Albert García Espuche lleva años escudriñando legajos en los archivos notariales. Un día llegó a sus manos la documentación de Francesc Lentisclà. En los agitados años de 1640 a 1652, levantó acta de todo lo que veía. Su testimonio dio «El inventario» (Muchnick): la Barcelona del XVII revive entre calles, plazas, guerras y epidemias
Albert García Espuche es una «rara avis» en estos tiempos de amnesia. Es arquitecto pero no ejerce. No es un historiador al uso, pero pasa la mayor parte de su tiempo indagando en la memoria de los siglos y conoce la ciudad mejor que nadie. ... A él se deben estudios como «Espai i societat a la Barcelona pre-industrial», «Un siglo decisivo. Barcelona y Cataluña 1550-1640». Comisario en 1990 de «El Quadrat d´Or», notable recorrido por la urbe modernista, de su labor como director de exposiciones del CCCB surgieron muestras como «Ciudades: del globo al satélite» y «Retrato de Barcelona».
EXACTITUD NOTARIAL
En la trama urbana y los archivos notariales García Espuche se halla su líquido elemento. Pasea mentalmente por una Barcelona que ya no existe y casi podría escuchar los ecos de quienes habitaron las casas debeladas por las reformas urbanísticas. «Voyeur notarial» convicto y confeso, García Espuche encuentra en los archivos «una diversión gratuita y frecuentada por pocos». Cada vez que un legajo cae en sus manos, la emoción le embarga. La minuciosa enumeración de un notario permite a García Espuche reconstuir casas y vidas, trabajos y días... Eso le ocurrió con Francesc Lentisclà. Notario de la Barcelona del XVII, el caballero Lentisclà no era ningún héroe pero le gustaba hacer bien las cosas. «Armado de tenaz paciencia, añadió a su tarea de notario la de recoger y guardar incontables documentos de aquellos años... A los legajos de Lentisclà les bastaba con esperar que alguien leyera todos los documentos con atención, recogiera los de mayor relieve respetando la verdad, y redactara finalmente sin ofensa de gramática».
Así lo explica García Espuche en el prólogo de «El inventario» (Muchnick) un relato cruzado por la novela y el ensayo nacido de los prolijos papeles notariales. Comienza un viaje por el tiempo: «Francesc Lentisclà, escribano público de Barcelona primero, ciudadano honrado después, caballero desde hace poco y noble a no tardar, dejó la notaría cerca de la Llotja hace más de veinticinco años y pasó a vivir y a trabajar en la calle Montcada». Nuestro hombre no es un héroe predestinado a la gesta o al ludibrio. Nada que ver con el aventurero Alatriste. Sus costumbres son sencillas: le vuelven loco los caramelos y el agua helada y cultiva la misoginia. Pero en sus actas revive la Barcelona de 1640 a 1652, se proyecta la película de la guerra del Segadors, el paso de Cataluña a la órbita francesa y la peste. Mientras, los idealistas combaten y mueren, los arribistas se aprovechan de cada coyuntura política y los más acomodados abandonan la ciudad cuando irrumpe la epidemia y los muertos se amontonan. No hay euforias extremas ni desencantos insondables; se sobrevive y se busca acomodo; la gente habla castellano, catalán, latín, francés...
El testimonio de Lentisclà es un completo ejercicio de microhistoria. «En esta crónica física y no ideologizada se conoce mejor la sociedad barcelonesa de la época que en las seiscientas páginas de Mossèn Sanabra, uno de sus más notables estudiosos», apunta el catedrático Ricardo García Cárcel. En los años franceses, algunos sacas partido a la economía de guerra: comercian con pólvora, venden colchones para las tropas. A causa de la peste, Cataluña retorna a España. Ávido lector de «El inventario», García Cárcel ironiza: «podríamos establecer tres grupos: austracistas, borbónicos y contemplativos». En esa tercera vía, inmensa y posibilista, que aguarda «a verlas venir» estaría nuestro amigo Lentisclà: mira, espera y, sobre todo, toma notas.
LA PESTE
Hambre, guerra, peste... los barceloneses exprimen cada momento. «No se puede hablar de Decadencia», dice García Espuche, «la Barcelona de Lentisclà es la ciudad de los balcones... Antes sólo había ventanas en los edificios; la adopción del balcón supone una revolución en el paisaje urbano y una relación más intensa entre lo que sucede en las estancias interiores y el exterior».
En las enumeraciones notariales, el historiador detecta cierto lirismo. Las actas hablan de esclavismo, describen dulces, productos de Indias y la prolija vestimenta de un capitán de galera. En los legajos reviven los pleitos de hombres que acusan a su mujer de adulterio y la envían a las Egipciacas. La mirada del notario recorre cada habitación «dibujando con profesional parsimonia un círculo del que nada se escapa y que en el papel se transformó en su día en una sucesión de cortas frases que saltaron de página hasta componer el inventario».
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